Simpatía por los ñoños
(sobre los dibujos de Juan Vegetal)


En el dibujo se ve a un niño o un adolescente (difícil distinguirlos) con un disfraz precario de superhéroe. Tiene una especie de cacerola en la cabeza, una remera con rayos, una capa y un martillo en la mano. Al costado, un globo que dice: “Quiero romper todo pero tengo miedo de que me reten”. Luego hay un dibujo de un gordito echado que dice “soy el Maradona de la siesta”, y luego uno donde un chico le dice a una chica “quiero transarte el cerebro”. Más adelante, el dibujo de un pato en un sillón verde, que dice “voy a rezar para que te mueras”. Sí, eso mismo: un pato, en un sillón. 
La página (disponible en facebook y tumblr) se llama “Felices los ñoños”, y el dibujante se hace llamar “Juan Vegetal”. 
En la colección de imágenes que va dejando a su paso se combinan el sarcasmo con la ternura, la juventud con la niñez, la juventud con la monstruosidad, la niñez con los animales, lo punk con lo naif. 
Son dibujos simples, apenas una o dos figuras, un globo con una frase y el fondo blanco: una combinación de la contundencia y la provocación del arte callejero, con las Vivians, aquellas princesas imaginadas y dibujadas por Henry Darger que batallaban contra la esclavitud de los niños. Al mismo tiempo, las imágenes de Juan Vegetal inventan su propio muro y un barrio virtual en el que conviven y deambulan; un barrio en el que se mezclan, como en un remix, las viñetas de Liniers (con sus animales y duendes melancólicos) y las de Gustavo Sala (brutal, rockero y escatológico).
Astronautas, niños-adolescentes, robots enamorados, animales frustrados con su carrera artística, un perro preocupado por la originalidad, el pollo-mono, los dino-surfers.
Mientras la colección de imágenes sigue, es difícil no recurrir a nuestro mundo imaginario, a los días que pasamos en las escuelas: allí hay alguien sentado, dibujando, mientras los otros observan el pizarrón. Allí también hay tres o cuatro que molestan y rompen cosas y saltan por la ventana y son expulsados del lugar. Finalmente, en primera o segunda fila, están los ñoños, con todas las cosas hechas y la atención lista y una mirada tramposa.
Juan Vegetal combina a todas esas personas e inventa un lugar en que coexisten. Forman parte de un mismo cuerpo y salieron a dibujar las calles del mundo virtual. 




(publicado en la Voz, el 26/07/12)

Todo el amor de la princesa*




Ésta es la historia de un príncipe que tuvo que pensar mucho para conquistar a una princesa. 
La princesa era hija única. Su madre, la reina, se llamaba Sofía. Vivían en un castillo grande y rosa, con un puente de chocolate rodeado por un río en el que había cocodrilos de caramelo. 
Alrededor estaba lleno de castillos y por lo tanto de reyes y príncipes que estaban solos y querían princesas a quienes decirles cosas lindas y llevarlas a pasear a caballo y regalarle una parte de su reino. Sucede que entre tantos reyes y príncipes sólo había un castillo rosa, es cierto que un castillo increíble, el castillo de la Reina Sofía, y en él sólo había una princesa, hija única. 


Durante sus primeros años de vida, la princesita se la pasó aburrida y sola porque no tenía amigos con quienes jugar. No le gustaba para nada su nombre, así que cuando jugaba a las sombras o se presentaba ante los bichos que andaban perdidos por acá y allá. Solamente decía “hola, soy la princesa” y luego se quedaba callada.
Así pasaron los años, en la soledad de los juegos, hasta que una tarde se escucharon golpes terribles en la puerta y la Reina Sofía fue abrir. Había un señor con los labios manchados de caramelo de cocodrilo y otro señor gordo y rosa con la cara llena de manchas de chocolate. 
Se presentaron como “el príncipe de Tales”, y “el duque Buenanoche”, y pidieron entrar a saludar a la señorita princesa. Al principio ella no entendía nada y tenía ganas de irse otra vez a jugar con los bichos, los insectos, las sombras y las plantas; pero con el tiempo se acostumbró a la presencia de los dos príncipes, que hablaban, hablaban y hablaban mientras tomaban el té. 
Unos días después se escuchó otro golpe increíblemente fuerte en la gran puerta, como si hubiese llegado al castillo un hombre enorme disfrazado de castillo y se hubiese estrellado contra la pared. Sin embargo, sólo eran 7 príncipes más, que querían conocer a la princesa y que pidieron permiso para entrar. 
Así, entre sorbos de té, charlas y gente cerrando y abriendo la puerta, pasó el tiempo y los días de la dulce juventud, y todos crecieron, y siguieron llegando príncipes de todos lados, hasta que la princesa tuvo 17 novios. 
Nada más y nada menos que 17 novios príncipes. 
Reina Sofía estaba vieja y contenta: su hija era importante y popular y había muchísimas personas que no podían vivir sin ella, o sea que la querían mucho o algo así. 
Y la princesa la pasaba muy bien, aunque en el fondo sabía que no podía tener ningún novio más, porque con suerte dormía unas horas y con suerte le quedaba un rato para poner el castillo en orden y tomar sol: tenía tantos novios que se quedaba sin tiempo y se iba el último y ya había que comenzar de vuelta, abrirle la puerta al primero, tomar el té, decirse cosas simpáticas, despedirlo, abrirle a otro y así sucesivamente.


Pero esta no es sólo la historia de la princesa que odiaba su nombre y se puso de novia con 17 príncipes. 
También es la historia de Marcus, príncipe de Constantementenopla, que había vivido solo toda su vida, con su padre, el Rey Andrés, en un castillo de niebla, un castillo rodeado por un río seco en el que nadaban peces invisibles y donde no había nadie cerca con quien jugar. 
Además, el príncipe Marcus se la pasaba todo el tiempo enfermo o casi casi enfermo, porque su padre tenía mucho miedo y no lo dejaba salir y le pedía que se metiera en la cama constantemente y le decía “te vas a enfermar”, “te vas a enfermar”, “no salgas de la cama, te vas a enfermar”. 
Cuando Marcus, por ejemplo, se escapaba corriendo, salían todos los soldados de su padre a correrlo por detrás y si bien esto era enormemente divertido, ellos lo terminaban atrapando y lo encerraban en la pieza, todo tapado en la cama, apenas si se le veía la cabeza. 
Incluso una vez, Marcus (que había aprendido a correr más y más rápido practicando con sus piernas adentro de la cama) logró salir corriendo de su habitación, esquivó a todos los soldados del Rey Andrés y los dejó muy lejos. Los soldados todavía ni siquiera habían hecho la mitad del recorrido que había hecho él. Salió del castillo, saltó el río seco que le daba vueltas, se metió en la pradera y siguió corriendo sin parar por el reino de Constantementenopla hasta llegar cerca de los límites del reino y frenar para tomar aire. En ese mismo momento, apareció un helicóptero y dejó caer una jaula justo sobre su cabeza, dejándolo completamente encerrado. El helicóptero aterrizó al lado de Marcus, y de él bajó el Rey Andrés, que abrió los 17 candados de la jaula y abrazó a su hijo, temblando enormemente. Le dijo que si seguía haciendo esas cosas se iba a enfermar y se iba a morir y ya no habría castillo, ni peces de aire, ni pradera, ni soldados, ni reino. 


Y la verdad que Marcus quería a su padre y no deseaba hacerle mal, por lo que durante un buen tiempo no hizo más estragos y evitó correr hasta los límites y se quedó encerrado en la pieza leyendo y escribiendo las paredes e inventando juegos.  
Hasta que llegó una tarde en que el Rey Andrés abrió la puerta de golpe y abrazó a Marcus (que estaba pensando reglas para un nuevo juego) y lloró y pataleó, y pidió por favor al cielo que su hijo tuviera mejor suerte. Marcus no entendía nada de nada. 
El soldado preferido del Rey fue a buscar un vaso con agua fría. Volvió y le lanzó con toda su fuerza el agua a la cara del Rey, que entonces se compuso, le agradeció al soldado y se sentó en la cama con su hijo. 
“Pasa que hay una princesita acá cerca. Y algún día me voy a morir. Y es hora de que te cases con una princesa. Y ella es perfecta. Pero hay un problema. Un problema enorme. Tiene 17 novios príncipes”, le dijo.
 Dicho lo cual se largó de nuevo a llorar. Y cayó al piso y tuvo algunas convulsiones. 
Así fue que el príncipe Marcus empezó a pensar mucho en los modos de conquistar a la princesa.


Que se llamaba simplemente “princesa”, que tenía 17 novios príncipes, que estaba todo el tiempo ocupada y no tenía lugar para un novio más, cuya madre se llamaba Reina Sofía y era una anciana alegre, satisfecha y orgullosa. Que vivía en un castillo de chocolate y con cocodrilos de caramelo, un castillo con una puerta enorme que decía “Ocupado. Muy ocupado”. 
Marcus se detuvo sorprendido en la pradera cercana al castillo de la Reina Sofía y se puso otra vez a pensar. Se había puesto sus mejores ropas y llevaba chocolates y un helicóptero cargado de flores, lo cual parecía un excelente plan para darse a conocer, pero terminó siendo una pésima idea. Chocolate ya había, la puerta estaba cerrada y tenía el cartel “Ocupado. Muy ocupado”. Además, notó Marcus, cada una hora un príncipe se iba y llegaba otro, exactamente cada una hora, y apenas si se saludaban entre ellos, se cerraba la puerta y no se escuchaba nada después. 
Y se hizo de noche y Marcus siguió pensando.
Y llegó la lluvia y Marcus seguía pensando.
Y se hizo todo frío y repleto de nieve y Marcus seguía pensando.


Hasta que dio con la solución perfecta. Volvió corriendo al  castillo en el reino de Constantementenopla, se tropezó muchas veces, se lastimó las manos y las rodillas pero igual siguió corriendo y se metió en el cuarto de su padre y lo sacudió hasta despertarlo. 
Y le dijo: “padre, dadme una foto de la princesa”. 
El Rey Andrés no entendió nada, pero igual buscó debajo de la almohada y se la dio. Marcus miró la foto y sonrió. Una sonrisa enorme, como si un tiburón se hubiese atragantado con una sandía. 


Mirando y copiando cuidadosamente la foto, Marcus se maquilló y se vistió igual que la princesa a la que quería conquistar. 
Y fue así como viajó en helicóptero más allá de la pradera y voló encima del castillo de la Reina Sofía y aterrizó en el puente, al lado de la puerta, y se quedó allí parado. 
Y cada uno de los 17 príncipes cayó en la trampa. 
Uno a uno, Marcus, disfrazado de princesa, los fue metiendo en el helicóptero, sonriendo, recibiendo regalos y besos y abrazos y prometiendo un largo y hermoso viaje sin fin y sin más espera y sin dolor. 
Y entonces llamó al soldado preferido de su padre y se subieron todos al helicóptero y les pidió a los 17 príncipes, con una dulce sonrisa (vestido de princesa) que se lanzaran en paracaídas justo en ese castillo que se veía allá, entre la niebla. 
Todo sucedió a la perfección. Era una excelente estrategia y un gran plan.


Una vez hecho esto Marcus volvió en helicóptero al castillo de la Reina Sofía. En la puerta una chica estaba llorando, preocupadísima, tenía todo el maquillaje corrido y a veces se paraba y empezaba a correr y se detenía y de vuelta se largaba a llorar. Los cocodrilos de caramelo la miraban atónitos y lloraban también. 
A Marcus no le resultó para nada simpático lo que encontró, pero igual trató de seguir adelante. Se quedó a vivir unos días en el castillo de la princesa. Se iba a quedar por siempre jamás pero sólo aguantó unos días, hasta que se dio cuenta que la princesa le resultaba aburrida y desabrida y que siempre tenía algún problema y se acordaba de este o aquel príncipe, y se asomaba a la puerta y hacía cara de mucho recordar y se quejaba de cualquier cosa y no sabía decir otra cosa que “Soy la princesa”, “Soy la princesa”.  
Así es que Marcus, una noche, cerró la puerta bien despacio y se fue del castillo enorme y rosa sin que nadie se diera cuenta. 
Se volvió a vestir de princesa, se subió al helicóptero, recogió caramelos y flores, se robó parte del chocolate, un cocodrilo de caramelo y regresó al reino de Constantementenopla, al castillo del Rey Andrés. 
Estaba muy inquieto y no veía la hora de llegar. Sabía que allí habían cambiado las cosas. Lo esperaban 17 hermosos y diferentes príncipes metidos en una celda, ansiosos de amor.



*Este relato ha sido editado recientemente por La Sofía Cartonera, en su colección especial para seres menores, en el libro titulado "Cuatro Cosmo Cuentos").

Sin paz ni amor
(reseña de "Autobiografía de mi madre", de Jamaica Kincaid)



En las primeras páginas de “Autobiografía de mi madre”, una bebé llega al mundo y su madre muere. La bebé crece y sueña recurrentemente con la madre bajando por una escalera, un sueño largo en el que apenas si alcanza a verle los pies y los tobillos antes de que desaparezca. Unas páginas después, unos niños cruzan un río con la ropa a cuestas; van camino a la escuela y ven una mujer bañándose en el agua. El más atrevido va hacia ella y la mujer se aleja. El niño se acerca otra vez; la mujer flota, como un fantasma, alejándose de nuevo. “Somos nosotros, los derrotados, quienes definimos qué es lo irreal”, leemos unas páginas después, una vez que al niño se ha ahogado.
Fría, determinante, con el rostro de piedra, nos llegan las palabras de la narradora, la mismísima Kincaid disfrazada de su propia madre, imaginando su autobiografía, cruzando ficción, confesión y juicio final. La madre imaginaria de Kincaid nace sin madre, la madre imaginaria de Kincaid ve como se le seca el útero sin traer criatura a la tierra. La madre imaginaria de Kincaid va de cama en cama, de la madera a la tierra, de hombre en hombre, de clase en clase. 
La mujer que imagina Kincaid sólo tiene niñez y vejez, pasa de hablarnos de la orfandad a la muerte, y mientras tanto ve a su padre y se pregunta qué hace y quién es ese hombre que le quita a los marginados lo poco que tienen. 
En la cosmovisión rastafari existe la liberación y la justicia en su tierra prometida; en “Autobiografía de mi madre” sólo quedan la muerte, las cosas irreales y la colonización constante: “Conocía también la historia de una impresionante cantidad de gente con la que nunca me toparía… esa historia de pueblos que yo nunca conocería escondía un propósito malévolo: hacerme sentir humillada, humilde, pequeña”, escuchamos que dice la madre irreal.
Introspectiva, reflexiva, como una especie Marguerite Duras nacida en las Antillas, con la soledad y la intensidad de Patti Smith, indagando sin piedad en la figura del padre y en el contraste entre conquistadores y conquistados, entre los acumuladores y los derrotados, la prosa de Kincaid con su vida y sus pequeñas trampas nos aleja y nos acerca a la vez: somos aquel niño cruzando las aguas hacia una mujer imaginaria. 
 “¿Qué es lo que hace que el mundo gire?” se pregunta continuamente la narradora. 
Es una pregunta falsa, de la que ya nos ha dado la respuesta: de este lado de la tierra, ni la paz, ni el amor. 


(publicado en La Voz, el 16/06/12)

Que pase el tren
(reseña de "El sunset Limited", de Cormac McCarthy)



En "Un dios salvaje", la última película de Polanski, dos parejas se trenzan en una discusión en una sala de estar. Cada uno expone sus mezquindades y es lentamente sometido a las mezquindades de los demás; se valen de todo tipo de argumentos y al final ninguno queda en pie. 
En los últimos meses (o años) varias discusiones parecen reducirse a A o B. Oficialista / no oficialista; izquierda / derecha; humor / animales; barcelona / real madrid, bueno / malo, etc. 
"El Sunset Limited", de Cormac McCarthy, se parece a lo primero y a lo segundo. En ella, un hombre llamado "Negro" trata de convencer a un intelectual llamado "Blanco" de que la vida vale la pena ser vivida y de que no tiene sentido tirarse debajo de un tren (el “Sunset Limited, léase: "El tren del ocaso"). 
Negro (ex presidiario y creyente) lo acaba de "rescatar" de un intento de suicidio y lo sienta a su mesa, en la que sólo hay un periódico y una biblia. Durante noventa páginas discuten amablemente. La terquedad de Negro se gana nuestra simpatía y Blanco resulta un pelmazo. Claro que al final Negro queda de rodillas y triunfa Blanco, para quien “la civilización occidental se esfumó finalmente bajo las chimeneas de Dachau”. 
McCarthy es uno de esos escasos autores inevitables, un especialista en describir largos paisajes desolados y la carrera salvaje en que los hombres se destrozan unos a otros sin piedad. “El Sunset Limited”, es lo que ocurre si McCarthy sólo trabaja con dos personajes, en un lugar cerrado, en una conversación abstracta de ribetes filosóficos, más parecido a Sartre o a un aprendiz de Von Trier.
Traducción marcadamente gallega (“no me pongas chinitas en los zapatos”, aprendemos a decir), encontramos en “El Sunset Limited” una obra de teatro camuflada, un producto de mercado hecho para la ocasión, una novela que, según la editorial (que parece haber leído otra cosa), “trata sobre la búsqueda de la felicidad”. 
“El Sunset Limited” es lo que sueña el autor de “La carretera” y “Meridiano de sangre” antes de escribir sus grandes obras. Es, también, el discurso de una sociedad encerrada que reduce el cosmos a dos opciones y a una discusión a puertas adentro.
“La carretera” era un intenso relato acerca de un padre y un hijo aislados en el fin del mundo, sometidos al hambre y a la voracidad de los demás. Lo poco que nos queda es el cariño, parecía decir. Lo poco que nos queda es la lucha y el cariño y balbucearle plegarias a lo poco que creemos. 
Rómpanse la cara contra ese libro.
Amén. 

(publicada en la Voz, el 2/06/12)
Las sesiones de verano

Llegado julio y nunca había subido esto.
Durante principios de año, con bosques de groenlandia filmamos las Sesiones de Verano. 

Son tres canciones casi netamente instrumentales y sus respectivos videos. Hay luces de navidad, las chicas comiendo helado y un cierre con alud de ventiladores y libros.
Nos preguntan cuándo va a salir el segundo disco. Bueno, esos tres temas son parte del tercero.
Son tiempos extraños en que lo que pasó no termina de pasar y vuelve a suceder.
Haciendo click en la imagen, pueden ver las Sesiones de verano, los tres videos, agradecimientos y fotos.