La señora Smith y la piedra pulida
(sobre Éramos tan niños de Patti Smith)


Hay una creencia religiosa y algo romántica que dice que el día final seremos juzgados por nuestros actos, veremos con brillo, oscuridad e incandescencia nuestras vidas, desde esos últimos segundos. En Éramos tan niños, la autobiografía de Patti Smith, lo primero que sucede es que quedamos pegados al libro. Lo segundo es que sentimos que ese día ya ha llegado.
Lectora durante su adolescencia de Rimbaud, lectora durante estos últimos años de Bolaño, lectora incansable desde pequeña, poetisa, pintora, cantante, ícono del punk (etc., etc.), Patti Smith elige narrar, desde la distancia otorgada por el paso del tiempo, la consagración y el duelo, sus inicios artísticos y, en el centro de ellos, su relación con Robert Mapplethorpe (1946-1989). Eso implica enfocar la narración menos en los años de éxito que en los días arduos y miserables: allí está Patti, sola, huyendo de su casa familiar, dejando a su carrera y dando en adopción a su primer hijo, parada ante la estatua de Juana de Arco, sin un centavo, las manos en la panza vacía, prometiendo hacer algo con su vida. Allí está Robert, solo, lejos de su familia, vagando en tierras de nadie, luego de haber probado LSD por primera vez, postrado ante sus dibujos y sus láminas, escribiendo “Destrucción del universo. 30 de mayo de 1967” y prometiéndose que
a partir de entonces se hará artista, a toda costa, sea lo que sea que eso signifique.
Eramos tan niños es, así, un documento de época, un retrato de los artistas en Nueva York a finales de los 60 y 70 cuyo episodio central tiene lugar en el famoso Hotel Chelsea y es, también, un manual acerca de las reglas del arte y el éxito y el fracaso en el arte, rodeado de adolescentes precoces y de artistas emergentes reunidos alrededor del señor Warhol o su sombra, tan preocupados con una forma artística como con las reglas de cortesía, la caza de contactos y las formas de vestir (allí están las fotos del libro, recordándonos eso, la ingenuidad y el poder que hay en eso).
Sucede que la autobiografía de Patti Smith es, antes que nada, una declaración de amor. Y podríamos pensar que el objeto de esa declaración de amor es Robert Mapplethorpe, figura central del libro, a la que por momentos Patti le habla, como si fuese un fantasma delante o encima de nosotros. Pero también podríamos ir más allá, pensar que el objeto de esa declaración de amor son Patti y Mapplethorpe, eternizados, sellados por la escritura, detenidos para siempre en una de las fotos del libro, aquella en la que acaban de despertar: él bosteza, ella lee o hace que lee. Y amanece.
O ir aún más lejos, entendiendo que la declaración de amor no es sólo a los sujetos y a s
u historia (su pasado) sino al amor y al arte (en un sentido profundamente vital y religioso). Esa es la única certeza de los niños adolescentes del libro de Patti Smith, ese es el motivo que los une y que los cobija y que por poco los destroza: la decisión de ser artistas, de ver y habitar el mundo de otro modo. Así, en esta versión que la señora Smith hace del “juego de la vida” la maternidad no es una imposición, el amor no es monogámico, el cariño no es monogámico, los géneros no importan, el arte no es un punto de llegada (el libro apenas si cuenta la entrada imprevisible de Patti Smith en el mundo del punk) y de todas las estrellas que hay en el cielo, una se tiró por la ventana, otra se ahorcó, una se apagó silenciosamente, otra murió de sobredosis y la más importante enfermó de Sida.
No es un panorama muy consolador, sino fuese porque quedó Patti, recuperando los días perdidos, puliéndolos como una piedra de la que se extrae fuerza. Entregándonos esa fuerza.
Éramos tan niños es, así, un amuleto, al igual que el collar persa que va de Patti a Robert y de él a ella, todo a lo largo del libro, un objeto precioso que está vivo (circula de acá para allá) y que tenemos allí ante nuestros ojos, invisible como una creencia, como la voluntad o la energía.
De ese modo, nunca hemos estado ante una autobiografía o una novela, sino a
nte una maqueta. Una maqueta que se abre y nos enseña un mundo. Un mundo que es un conjuro o una bendición. El problema es que, como en los buenos libros, por momentos preferiríamos ya no volver a casa y quedarnos a vivir en él.

(publicada en Ciudad X del mes de abril)