La señora Venturini y el circo interior


Aurora Venturini. Nacida en 1922 en La Plata. Dice haber frecuentado a Sartre, Camus y a Simone de Beauvoir en sus años de exilio parisino. A los 85 años ganó un concurso de nueva novela con la obra Las primas, la cual, según dice, escribió en dos meses y luego entregó a un remisero cualquiera a dos horas del cierre del concurso que suponía iba a premiar “una nueva voz” (entendiendo por “nuevo” a lo “joven”). Con esa novela, Venturini ganó el reconocimiento que hasta entonces apenas había tenido, respondió de manera desopilante un par de entrevistas (vale la pena googlearlas) y obtuvo otro premio más importante aún.
En Nosotros, los Caserta, editada este año por Mondadori, Venturini trabaja con los que parecerían ser sus temas predilectos: la familia disfuncional, el desacomodo de clase, lo deforme
y lo bizarro. A diferencia de la novela anterior, que narra una historia de iniciación, en Nosotros, los Caserta asistimos al desentierro de los restos del pasado del personaje principal, una tal “Chela” que desde niña padece inteligencia precoz, que es llamada “cataplasma” por sus padres, que maltrata y es maltratada por cuanto ser humano tiene alrededor y que prefiere la compañía de los seres deformes, de las estatuillas, de los bohemios y de los animales (una tortuga, un búho) a la de los imbéciles seres humanos.
Provocadora, asquerosa, tierna, violenta, divertida y dramática, ésa es Venturini, que bien podría ser la gemela imposible de Amelie Nothomb (igualmente romántica y dramática, solitaria en tierras de nadie, vagando por el globo y haciendo culto de la súper-mujer), una tía no reconocida de Sergio Bizzio y de Gustavo Sala (como si los tres hubiesen compartido circo) y, también, una equilibrista fuera del tiempo que juega con la chic lit, con el corsé agobiante de la novela histórica y con el género autobiográfico (tan a la moda).
Es cierto que en Nosotros, los Caserta, Venturini en partes se pierde, abun
da en viajes sin objeto (Chela visitando la Isla de Pascua, escribiendo poemas y pensando en ¡Neruda!; Chela remedando en fragmentos el viaje de Ulises); es cierto que recurre varias veces a poemas de Rimbaud y que deforma todo lo que tiene a su alrededor, como si fuese una pequeña bailarina con una pierna más larga que la otra, que se transforma en un tornado y que se lleva la gramática y la trama por delante.
Es cierto, también, que leyendo ésta y/o su otra novela editadas recientemente, uno tiene sensaciones encontradas y encuentra mensajes que se contraponen: en Las primas, la narradora-deforme se embellece, se “normaliza” y se reinventa a sí misma a través del arte y la lectura del diccionario (¡!). En Nosotros, los Caserta, la narradora-deforme es exiliada una y otra vez de cada fr
agmento del mundo, viendo caer a pedazos los restos de su familia e incluso de sus antepasados e incluso de sus animales, sin importar si hay o no arte de por medio, obsesionada por el amor hacia un tipo cualquiera, cada vez más tullida y rota. Una de las novelas parecería ser properonista, la otra antiperonista; en una el personaje parecería triunfar sobre sus condiciones, en el otro es presa de su propia necedad y de un maleficio mezcla de magia negra y desgracia genética.
Es como si la narradora que duerme en Aurora Venturini llevara las mismas semillas por lugares disímiles en un tiempo remoto (las décadas del cuarenta y del cincuenta), como si estuviese haciendo el mismo número de circo en un lugar diferente.
Sumido en un viaje bufonesco, atractivo y a la vez horripilante, esa parecería ser la búsqueda principal del duende que duerme bajo la prosa de la señora Venturini. Un duende simpático que juega a salirse del tiempo. Un duende que no es una señora. Un duende cuya gracia tiene historia, pero no edad.

(publicada en Ciudad X de junio)