Señorita dos caras
(reseña de "Los ingrávidos", de Valeria Luiselli)

 
En la foto de la solapa de “Los ingrávidos” vemos a Valeria Luiselli (su autora) sentada en una silla, con una biblioteca detrás. Luiselli tiene las manos unidas y apoyadas sobre la cara, un poco como si estuviera descansando sobre ellas, un poco como si estuviera haciendo que reza o invoca, un poco como si recién se hubiese tocado la cara. Mira a cámara, seria y pensativa a la vez. La foto, en blanco y negro, bien podría haber sido tomada hace meses, hace años o, por qué no, hace décadas.
“Los ingrávidos”, la primera novela de la autora, narra dos historias: la vida de una joven editora mexicana viviendo en el Nueva York contemporáneo y la vida del poeta mexicano Gilberto Owen, trabajando y perdiéndose, poco a poco, en los Estados Unidos de fines de los años 20. 
El libro comienza con las anotaciones personales de aquella joven editora, pequeñas observaciones en que habla de su nueva casa, de su vida en ese otro país, de su trabajo, de su familia, de “el pequeño” y “el mediano” (sus dos hijos) y de los viejos amigos y parejas ocasionales. “Una novela silenciosa, para no despertar a los niños”. “Nos gusta pensar que en esta casa hay un fantasma que nos acompaña y nos observa… El mediano lo bautizó Consincara”, escribe. Así, en esa primera mitad del texto, se desenvuelven las preocupaciones y la intimidad de la editora-autora, preocupada y cada vez más interesada por Gilberto Owen mientras sigue escribiendo su diario personal: brotan en el texto anotaciones, fragmentos de cartas, papeles colgados de una planta y un espectro en el subte.
Entonces, en algún momento, la novela se va transformando: cómo si se cambiara de ropa, como si fuese un fantasma mirándose al espejo, como un inmigrante, yendo de un territorio a otro. La editora escribe cada vez menos, las anotaciones en los papeles ocupan más y más lugar y, travestida, la novela se ocupa de Gilberto Owen, su bitácora de vida y sus días en EE.UU.
Una de las virtudes y misterios de la novela de Luiselli es que puede leerse de corrido y luego de revés: los dos relatos siguen ahí, fundidos, tejidos, durmiendo en su danza secreta. “No una novela fragmentaria. Una novela horizontal, contada verticalmente”, leemos. “Si te dedicas a escribir novelas, te dedicas a doblar el tiempo”, leemos después. Ocurre que los dos tiempos se entrecruzan, ocurre (y al principio apenas lo percibimos) que Gilberto Owen ve un fantasma en el subte y la narradora ve un fantasma en el subte y una planta aparece en ambos relatos y la casa en la que un personaje y el otro viven, separados por el tiempo, bien podría ser la misma. En ese astuto cruce de temporalidades, modos y relatos, y en esa dimensión paralela creada por la novela, Luiselli entremezcla dos de las más reconocidas vertientes literarias contemporáneas: una narración intimista, en primera persona, en la que ocurre poco y nada, sólo el lento desgaste del tiempo, la juventud, el futuro sin promesas y la persistencia de la escritura (bien al estilo de Alejandro Zambra y Maximiliano Barrientos); y una narración cuyos ejes son la nostalgia, las búsquedas artísticas y los escritores perdidos consumiéndose poco a poco, olvidados por la burocracia y la Historia (bien al modo de Roberto Bolaño).
Sobria y arriesgada, fragmentaria y total, de una sensibilidad refinada y astuta, la novela es un lento rompecabezas que vamos armando, cuya mitad inferior presenta una imagen distinta a la mitad superior y sin embargo (¿cómo puede ser?!) al final ambas partes están ensambladas, regalándonos el paisaje de una ciudad imposible, la fotografía de un rostro único, como los retratos híbridos de Ulric Collette, y un mapa donde se hilvana el poderoso imaginario norteamericano con los solitarios fantasmas del más acá.
 


(publicado en el suplemento Vos, el 8/04/12)