Reuniones familiares
Cuando empiezo a escribir este
texto no sé cómo terminarlo, pero entonces me entero de algo y el final le
pertenece. Cuando comienzo a escribir este texto, acaba de estrenarse la última
película de Herzog, inspirada en una empresa japonesa que ofrece un particular
servicio: alquiler de personas para sustituir a otras (por ej: actuar del padre
perdido de una adolescente, o de un familiar para una reunión). Cuando comienzo
a escribir esto me encuentro con un texto precioso de Carolina Sanin en donde
habla de crucigramas, de ríos, de la historia de su abuelo, del olvido y de
nombres. Escribe Sanin: “Su gesto me recordaba que ninguno de los que nacemos
en esta cultura tiene el apellido que le corresponde, que sería el nombre de la
ancestra más remota, transmitido de mujer en mujer a través de generaciones”. Cuando
estoy escribiendo este texto acabo de terminar un libro de Laura Wittner. El
libro, me doy cuenta, es de la misma familia que el de Sanin, y a la vez es de
la misma familia que la película Paterson, de Jim Jarmusch. Cuando estoy
escribiendo este texto veo una serie en donde una comunidad puede viajar en el
tiempo y, aún así, parece reacia a moverse en el espacio, a construir otros
vínculos que no sean los de la sangre y los del territorio natal.
Salto en el tiempo: uno de los
aciertos políticos del gobierno nacional 2011-2015 fue el plan Procrear.
Siempre pensé que era una pena que el nombre de ese plan hubiera incitado a
celebrar la procreación como gesto de progreso y de asentamiento en el
territorio (más que pensar que era una pena, sentía pena: la de saberme
excluido nominalmente). En un documental que he recomendado insistentemente
Donna Haraway invita a que repensemos ciertas reglas sociales. Ella se
pregunta: ¿Por qué no se festeja que la gente no desee tener hijos? (esta
pregunta, aclara Donna, aclaro aquí, no tiene que ver con dejar de festejar a
la gente que decide tenerlos). ¿Por qué no se pueden adoptar adultos?, pregunta
Haraway luego: esa tampoco es una pregunta menor, en el sentido de que la
legislación occidental favorece ciertos rituales y afinidades y desconoce otros.
Es como si pensáramos nuestros vínculos como ese momento en que Marty McFly
regresa en el tiempo y ve cómo sus padres se están conociendo y luego viaja al
futuro y se entera que su familia está en la recta final de la decadencia. Preservar
a la familia “de sangre” de los embates de la economía del tiempo parecería ser
nuestra misión fundamental: difícil que esta no sea la trama oculta detrás de
tantas tramas, el secreto a voces por tantos cantado. Pienso también en la
serie “Friends”, que acompañó al menos a una generación. Esa serie ponía en
escena un tipo de relación vincular que era el de los amigues-familia y desde ese
acuerdo tácito construía la vida (y la historia) del grupo. Lamentablemente,
esa relación también estaba acuarentenada, encapsulada en la endogamia que
llevó a que el verdadero y máximo amor solo fuese posible puertas adentro.
Otro salto en el tiempo: desde
2019 tenía un proyecto de investigación que debí suspender por razones comprensibles
a principios del 2020. Estaba entrevistando a artistas que residían o habían
residido en Córdoba (provincia) para preguntarles por qué quedarse, por qué
irse, entendiendo que ese dilema era parte constitutiva de las trayectorias
artísticas en estas tierras. El proyecto se llama, curiosamente, “Formas de
quedarse en casa”. Un artista me dijo que las respuestas que buscaba eran
simples: la gente se queda en Córdoba porque tiene familia (cercana). Otra
artista mientras tomábamos un helado me dijo: “con mi familia de sangre no
tengo relación”, y entonces me habló de personas que eran sustanciales para
imaginarse, siquiera, una vida, un hogar, pero no en el sentido de cuatro
paredes hacia dentro, sino de cuatro paredes hacia afuera.
Salto en el espacio: en “Asuntos de familia” (Hirozu Koreeda, 2018), una
familia secuestra a una criatura, pero ese secuestro es, en cierto modo, una adopción.
La película queda incluida entonces en esa curiosa genealogía de obras con
familias disfuncionales al cuadrado (disfuncionalidad respecto a un estereotipo
de familia que “funciona”; disfuncional respecto a la familia por “lazos de
sangre”). Esta doble disfuncionalidad lleva incrustada la bacteria de la
crítica a los modos de pensar nuestros vínculos “familiares”, algo que también
acompaña a la película de Herzog (no casualmente ambos películas tienen como
escenario a Japón). Podría seguir: mencionando un párrafo de un libro de Úrsula
K Le Guin, o citando a una canción que dice “defiendo a mi familia / con mi
paraguas blanco / tengo miedo de todos” (de una banda llamada, casualmente,
“The National”); o podría hablar de esa hermosa familia a la distancia que
forman Haraway y Latour, y cuyo llamado a pensar las vidas de otros modos sigue
sonando con igual urgencia.
Pero, como dije, cuando empecé
este texto no sabía el final, sino que me encontré con él: falleció la querida
Rosario Bléfari, que en una película actuó de Silvia Prieto, una mujer que
quedaba traumada cuando se daba cuenta que no era la única persona llamada
Silvia Prieto. Rosario Bléfari, quien, para una parte de una generación fue un
hada madrina, una intensidad única y familiar, un fuego cercano. La mañana en
que falleció los lobos aullaron a la fresca intemperie.
(Publicado en Hoy Día Córdoba)