Octubre 16

Me encontré a las 16:30 con padre. No le dije nunca papá, no lo toqué siquiera. Le dije “la casa donde pasé mi infancia la vendiste, fue como si hubieses matado una parte de mi cuerpo”. “Lo peor fueron los pinos. Yo jugaba ahí”. Le dije “tengo mucha violencia adentro, pero no quiero sacarla. Ya veré cómo hago, es mi problema (...)”.


Septiembre 7

Dos de la tarde. De vuelta en Carlos Paz, voy a comer milanesas a la casa de la abuela. Enfrente, la casa de mi tía. Sin pinos. La casa de mi tía tenía siete pinos, las puntas cuando había viento se movían de manera amenazante, pero nunca pasaba nada. Recuerdo estar ahí. Abajo del techo, separado por una nube de tejas del movimiento de los pinos. Albaricoques. Treparnos al árbol. Ver las cosas desde ahí. Los pinos en las fotos. La historia de los pinos, la historia de esa casa, la historia de buena parte de mi vida: cuando me quebré, cuando salíamos por las rejas, cuando jugábamos a las escondidas adentro de la casa, cuando mis gatas tuvieron todas gatitos y eran 17, cuando la abuela ocupó el lugar de los gatos y de nosotros, los discos de vinilo, descubrir que el reproductor de discos funcionaba, dormirse escuchando a Beethoven y los discos viejos de los Stones de la época en que papá tenía una disquería. La tía loca dando vueltas por la casa, el sauce que crecía, Guille durmiendo ahí. Me olvido cosas. Regreso atrás. Una piedra lanzada al gordo Muniguini, o era otro, no
importa, tuve que darle un poster de The Sacados a cambio de que no me golpeé como venganza con una piedra más grande, jugar al fútbol con Demián, usar de arco los rosales sin que nos viera mamá, colgar los gatos de la cuerda de secar la ropa sin que nos vea mamá, jugar al fútbol solo sin importar quién me viera, practicar el tiro con comba poniendo una hilera de sifones de soda en medio, que la pelota vaya hacia el asador, la pared de sifones interpuesta, la vecina limpiando los rombos en las ventanas antes que nos mudemos, la primera vez que nos mudamos, la vez que desapareció padre, la vez que me desperté y él estaba llorando solo al lado de la cama, me miraba, preguntándose vaya a saber uno qué, cuando llevé a Laura a la casa, cuando me acosté con Laura en año nuevo, la tía sola dando vueltas por la casa acomodando muñecos enloquecidos y mudos de porcelana, Laura que se fue de viaje al Norte y volvió cambiada, y me huyó, y me sentí horrible, despertar a las diez de la mañana, tener diez años, sentir que es domingo, que todos duermen, que hay paz en la casa, que todavía no hay nadie afuera, el olor de los sauces, el olor del piso lavado, leer “la vuelta al mundo en ochenta días”, leer “los pieles rojas”, leer cuentos infantiles, pensar en Beatriz Salomón y en Xuxa, Demián al lado mío con Juan Cruz despertándome. “Narinas, despertate”. “Narinas, despertate”. Y mamá encima de ellos dos tirándole de los pelos, diciendo “traigan una regla que medimos a ver quién tiene la nariz más grande”, y otra vez los pinos, gente arriba de los pinos o la imagen de gente alrededor de los pinos. Y así de simple y fácil, en menos de una semana esa casa ya no me pertenece, y a los pinos los tiraron, y lo que veo ya no es lo que es, es otra cosa, y no sé qué sentir o qué pensar, más que esto: “las cosas cambiaron. Los pinos se fueron”. Desearía pensar “y a otra cosa”. Pero estoy estancado entre el portón y la calle.