Franca y sus sentimientos


La primera vez que le miré los testículos a otra persona, aprendí que algunas cosas eran menos importantes de lo que parecen, aunque después olvidé esa enseñaza o, debería decir, más bien, que la reemplacé por otra y a esa por otra y a esa otra por la anterior, como si fuese una moneda dando vueltas en el agua. Siempre he sido un poco necio, mi abuelo también era necio, buena parte de la gente que he conocido es necia y así asumo que la necedad es humana y mis recuerdos de familia también.
La cosa es que en aquel momento de aquella tarde estaba llorando debajo de un sauce. Habíamos estado jugando a las cartas con mis dos tíos, mi abuelo y mi madre. Mi abuela Franca estaba sentada aparte en una reposera, de espalda a nosotros, de frente a la calle, toda quieta, como si estuviese practicando para estar muerta. A las cartas siempre ganaba mi abuelo, a mis dos tíos que ganara no les gustaba nada; mi madre, en cambio, se mantenía fría, cordial y distante, jugando a otro juego, un juego cualquiera en el que ya no importaban los resultados. Estábamos de vacaciones, habíamos ido a visitar a mis abuelos, yo había terminado quinto grado y salía con una chica que se llamaba Victoria. Victoria era rubia y pecosa, tenía la voz grave y siempre tosía mucho en clase, por lo que las malas voces la llamaban “sifón de soda”. Nos sentábamos juntos, hacíamos trampa en los exámenes y a la salida de la escuela a veces íbamos a tomar helado: una de las últimas veces ella tenía la boca tan manchada de helado que me pidió que la ayudara. Le pasé los dedos por las comisuras y luego dije “listo” y le sonreí; Victoria se quedó mirándome, como esperando que hiciera otra cosa y al rato tiró lo que quedaba del helado y dijo que mejor cada uno se iba para su casa. Era una niña, como solía decir mi abuela Franca, “con mucho carácter”. Yo pensaba que la relación iba a durar, siempre decía que me iba a casar con ella y que íbamos a tener cinco hijos y que uno iba a ser presidente y otro iba a trabajar en un circo. Victoria escuchaba eso, tosía, sonreía y me dejaba entre las hojas del cuaderno cartas que decían “te amo” con flores dibujadas y después corazones dibujados y más tarde labios sellados.
Entonces llegaron las vacaciones, la lluvia, la gente que se va de la ciudad, etc., etc. Ahí estábamos, con mi abuelo y mis tíos y mamá y la abuela Franca jugando a la muerte cuando me llegó un mensaje de Victoria: “terminamos”, decía el mensaje. Era breve y contundente: tan contundente que después de leerlo por primera vez caí de espaldas al piso. Mi tío se acercó, me preguntó que pasaba. Le dije “estás perdiendo a las cartas, tío”. Se ofendió, pegó media vuelta y me dejó de espaldas en el suelo, mirando atónito el celular. Le escribí a Victoria preguntándole qué estaba diciendo. Pasaron quince minutos eternos en los que miré las nubes y el cielo pensando en la nada y en la forma de la nada hasta que Victoria me escribió: “terminamos. FIN”. Fue entonces que me paré y salí corriendo lejos de ahí. Me llevé por delante la reposera de la abuela, a mi abuela, casi dormida, a los pétalos de un rosal, y seguí camino hacia el sauce que estaba en la otra punta de la casa. Me arrodillé y, recordando todas las hermosas cosas que me habían pasado con Victoria, eso y el mensaje, me largué a llorar. En ese momento, sumido en lágrimas, noté que un par de hongos había crecido al lado del sauce; cuando mi abuelo los veía los cortaba inmediatamente con una pala y los tiraba a la basura, decía que nunca se sabe, que esos hongos podían ser venenosos, o peor que venenosos, peor aún, se te ponía fea la cara y no te quería nadie nunca más. Pensé entonces que podía intentar tragarme los hongos, eso haría que me internaran y que Victoria se arrepintiera y mi tranquila vida familiar del futuro retomaría su cauce seguro y feliz. Acerqué la mano a los hongos y, en ese momento, sentí que un chorro de agua caliente me pegaba de lleno. Era mi abuelo, el pis y, arriba, los testículos de mi abuelo.
–¿Qué pasa, hijo? –me preguntó.
Siempre me decía “hijo”. Era como mi abuela, sentada en la reposera, nada más que en lugar de imitar la muerte él imitaba a un padre de familia y a toda criatura que anduviera cerca le decía “hijo”.
Le expliqué que quería tragarme los hongos para que mi ex novia se arrepintiera de ser mi ex novia y así todo volviese a la normalidad. Le dije que quería tener hijos y una familia y amor y que amaba a Victoria y tenía el corazón completamente roto.
Mi abuelo se sacudió la verga y los testículos. Negó con la cabeza y volvió a sacudirse. Luego se subió los pantalones.
–Ay, hijo –empezó. –Cuando yo tenía tu edad…
De golpe pareció arrepentirse. Como si se hubiera acordado de algo, quizás de esos troncos que en la televisión los adultos llenan con las marcas de la estatura de sus hijos. Frunció el entrecejo. Se bajó los pantalones de vuelta y se agarró los testículos bien fuerte, con toda la mano.
–¿Qué ves? –me preguntó.
Me limpié la cara, me froté los ojos y, sentado al lado del sauce, le dije lo que veía:
–Dos pelotas de carne.
–¿Eso es todo? –preguntó esta vez.
–Bajate los pantalones –me dijo.
Ahí estábamos entonces, mi abuelo y yo, con los pantalones caídos. Me pidió que me agarrara la verga y que la mirara bien.
–¿A qué se parece? –me dijo.
Al principio fue difícil. Después él me fue ayudando. Nos miramos entre los dos y, con la mano apretando bien fuerte los testículos, fuimos probando: dije que se parecía a un fideo, a un sapo, a una cosa muy arrugada, a un niño envuelto, el dijo que se parecía a un canelón crudo, yo dije que se parecía a garbanzos, él dijo que se parecía a dos tumores, yo no entendí a qué se refería con tumores pero en lugar de preguntarle dije, pensando en las clases de catequesis, que los testículos se parecían a la tierra calcinada días después del fin del mundo.
–Eso es –dijo mi abuelo –. Tierra calcinada, algo muy arrugado, el fin del mundo.
–¿Cómo? –le dije.
–La vida es efímera. El cuerpo se descompone. Eso.
Me quedé pensando, allí cerca de los hongos, con los pantalones caídos.
–El sufrimiento es inevitable –sentenció entonces mi abuelo. Se subió los pantalones y me palmeó los hombros.
Era un buen hombre y probablemente era un buen consejo. Miré a los hongos con desprecio mientras mi abuelo los cortaba, y luego pateé el sauce, sintiéndome humano y superior. Caminé ya sin lágrimas, de regreso con mi familia, mirando el cielo y sus nubes. Me encontré con mi madre sola, jugando a su propio juego de cartas y con mi abuela Franca dormida, la boca abierta, contemplando la calle desde su mundo de sueños.
Al rato apareció mi abuelo con la bolsa de basura y hongos. Le acarició el pelo a Franca y, con la mano libre, limpió la saliva que tenía en las comisuras de la boca
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2 comentarios:

Anónimo dijo...

bello, como el Antón Pirulero.
beso de mar
d.

Anónimo dijo...

hola pablo, cómo andás loco, te escribe gabriel riobó, como no tengo tu correo te mando un mensaje por acá. de paso te mando el mío: gabrielriobo@hotmail.com te cuento que el año pasado armamos con un grupo de amigos -guillermo bawden, diego castaño y mariano loza- una pequeña editorial llamada tinta de negros ediciones, y publicamos a fin de año una antología de poetas mujeres de córdoba que se llamó "QUINCE Antología de poetas mujeres de Córdoba". siguiendo un poco con esa idea estamos armando para mitad de este año una antologia de poetas hombres de córdoba. en esta etapa estamos convocando a los poetas y por eso pensamos en vos para que estés. si te interesa la propuesta más adelante te paso más detalles. un abrazo desde el aquí. gabriel