Las aventuras de Otto Lidenberg, el supercoleccionista


“Somos felices así
(Ray Loriga)



     “Todos tenemos al menos un superpoder”, se ha dicho, en algún momento de sus vidas, cualquiera de las personas que vivió durante la segunda mitad del siglo XX. 
     Ésta no es la historia de esas personas, sino de Otto Lidenberg, el coleccionista de superpoderes. 
    Nacido a orillas de un río, en 1963, hijo de la relación violenta y casual entre un leñador ruso y una gitana, los primeros años de Otto tuvieron lugar dentro de un circo. El pequeño Otto se encargaba de darles de comer a los animales, de limpiar las jaulas, de armar y desarmar la tienda del circo, de abanicar a las mujeres del jefe, de cuidar el arcón con herramientas y disfraces, de hilar, barrer y de sacudir las carpas, todo esto sin jamás tener descanso. 
    Aburrido de sí mismo, hastiado de tanto trabajo y sin poder dormir, el pequeño Otto continuó viviendo de ese modo hasta que una noche de luna llena se dio cuenta de que tenía una capacidad diferente que lo distinguía y elevaba sobre los demás: podía trabajar sin parar y sin dormir absolutamente nada durante noche y día. El problema fue que, segundos después de haber reconocido su “capacidad”, Otto Lidenberg se quedó dormido, exhausto, como si haber puesto en palabras aquello de lo cual era capaz le hubiese permitido, finalmente, quitárselo de encima. 
     Despertó de un coma onírico dos semanas después. Estaba solo en la llanura de una ciudad que no conocía, con una valijita al lado y un mensaje que no podía leer. Se dijo “qué hago acá” y se acurrucó al lado de la ruta, muerto de sueño otra vez. Lo despertó el mugido de una vaca, luego el motor de un aeroplano, más tarde un colectivo de estudiantes bulliciosos e inadaptados. Atardecía. A Otto se le estaban cerrando de nuevo los ojos cuando vio un auto blanco, descapotable, iluminarse bajo el sol de la carretera. Agitó la mano, permaneció quieto y sintió cómo el auto y el perfume que emanaba le acariciaban el rostro y le devolvían la paz. Se quedó estático, esperando, prometiéndose no volver a cerrar los ojos. Unas horas después, el auto blanco y descapotable atravesó la ruta en sentido inverso. Una muchacha rubia, pechugona, con un sombrero de flores le dijo que subiera. Otto Lidenberg se trepó al auto, le agradeció a la mujer y volvió a quedarse dormido, rodeado del olor del perfume. Así fue que Otto hizo uso de su nuevo superpoder: ser adoptable y adaptable. 
     Pasó siete años con una familia rica de artistas del espectáculo. La casa donde vivían era enorme, estaba llena de animales domésticos, comida, piscinas, jacuzzi, alcohol, pornografía y una educación firme, tenaz y clasista. Le encantaba hablar de guerras con el señor de la casa, que parecía estar informado de todo lo que tuviese que ver con ellas, y hablar de ropa femenina con la señora de la casa y aprender a leer y escribir con las sirvientas y el jardinero. La hija (aquella muchacha del descapotable) era actriz con una carrera en formación a la que había sido sometida desde niña y anhelaba ser vedette y cantante de ópera. Hija, padre, madre, sirvientes y demás familiares: todos amaban a Otto, quien durante esos años recordó apenas, difusamente, como si fuese un dibujo en un papel, la época del circo y aquel nefasto descubrimiento de su superpoder, que se retiró de su cuerpo en el momento que lo había reconocido. Enamorado de la vida, ya adolescente, aristocrático, elegante y seguro de sí mismo, una noche Otto estaba embriagándose bajo la ventana, sobre las piernas dulces y firmes de su hermana adoptiva, cuando se dio cuenta de que tenía (había tenido, durante esos años) un nuevo poder: ser adoptable y adaptable. La muchacha (ya casi una mujer) lo miró despectivamente, como si se hubiese transformado en otra cosa, para luego salir corriendo y dejar a Otto solo, tendido en el pasto. Al día siguiente Otto Lidenberg fue expulsado de la mansión artística en la que había pasado la etapa inmadura de su vida. Estaba agradecido, por una parte, aunque por la otra sentía un escozor en la boca, como si hubiese estado comiendo algo vacío. 
     Caminó por la ruta, bien vestido y solitario. Hacía dedo, muecas, sonreía, trataba de mostrarse simpático, pero nadie lo llevaba. Tuvo que reconocer que había perdido totalmente aquel superpoder. Viajó de ciudad en ciudad, siempre dirigiéndose hacia el sur, recordando, en un montaje de memoria, su vida en el circo y su vida en la mansión. Dormía en garitas de colectivo, bajo los puentes, en los bancos de plaza. Lo despertaba el calor del sol al amanecer, el movimiento de las aspas de los molinos, el césped pisoteado. Podía sobrevivir, lo sabía, y también sabía que ése no era un superpoder, que eso no lo distinguía de nada ni de nadie. Y que lo mejor siempre es lo que está por pasar. Una tarde, caminando por un pueblo en el que parecía no haber nadie, sólo humo y camiones viejos arrastrándose, vio a un hombre tanteando una caja. El hombre parecía un aristócrata, vestido de traje, firme, allí, en el mundo de tierra, acompañado de un par de obreros sucios. Otto recordó con cariño a su padre adoptivo. “Necesito trabajar”, le dijo al hombre, que se apartó, como si el cuerpo de Otto despidiese un vaho insoportable. “Por favor”. El hombre, un explotador suficientemente pragmático, lo contrató a pesar de todas las cosas que intuía y no podía nombrar. Así fue que Otto se hizo transportista y luego vendedor y luego comerciante, secretario, gerente y socio de la compañía. Fueron años de prosperidad y aprendizaje. Otto podía comprender números, gráficos, flechas, podía dar consejos gerenciales, podía proponer inversiones, entender las relaciones de mercado, incitar a apuestas indecorosas en los momentos adecuados, saber resignarse, comprar, vender, comprarse, venderse. Tuvo su propia casa, tuvo su propio perro, su propia cerca, piscina, jardinero, empleada, tuvo incluso su propio álbum de fotos y pudo aherrojar, en el fondo de su corazón, aquellos recuerdos del circo y de la mansión y de los días solitarios en la ruta. 
     Para el vigésimo quinto aniversario de su pertenencia a la empresa organizó una fiesta en su casa. Fueron políticos, ejecutivos, secretarías, jóvenes artistas, niños caprichosos: reunidos alrededor de la mesa, bajo un cielo de fuegos artificiales, Otto Lidenberg pronunció amables palabras, diciendo “salud”, “alegría”, “el futuro”, “prosperidad”. Entonces, uno de los socios de la compañía se levantó, levemente alcoholizado, brindó con Otto y le dijo, al oído, “es como si tuvieses facultades especiales para los negocios”. 
    Otto palideció. 
    Había tratado de evitar ese pensamiento durante años y años. Pero ahí estaba, otra vez. No tuvo que esperar nada: que el mundo que había construido se derramara, que los demás se fueran, que fuese como un niño, perdido en la llanura, de nuevo. Les dijo a todos que se retiraran de la casa, aduciendo problemas de salud, cerró con llave puertas, caja fuerte y ventanas, tiró la llave al estanque, se quebró el brazo y la mandíbula con un bloque de piedra y fue llevado directamente al hospital. Perdió la conciencia. Sintió que sus pensamientos eran huérfanos haciendo dedo: allí el cielo, acá la tierra, aquí la cama, la miseria y la sed. Hasta que, con el correr inconciente de los días, pudo ver o soñar con todos los huérfanos juntos, haciendo cola, y comprendió que podía empujarlos uno a uno hasta llegar hasta el fin, o acabar con todos de una vez. Era cuestión de intentarlo. Así fue que Otto Lidenberg se despertó, sano, seguro, y se dijo a sí mismo “soy el coleccionista de superpoderes” y “ser el supercoleccionista es mi superpoder”. Pero nada de eso pudo detenerlo, ni quitarle lo nombrado: no podía ser definitivo; al igual que los demás seres humanos, sólo podía proceder de manera gradual: uno a uno, paso a paso, debería conocer y agotar sus superpoderes. 
     Dedicó un año al amor. Se acostó con cuanta criatura cruzara su espacio social: prostitutas, eunucos, tercermundistas, niñas bien, adolescentes, actrices porno, travestis, directores de ciencia ficción, pintores, gestores culturales, cantantes de ópera, empleados de restaurantes, autostopistas. Se regaló a sí mismo a la soledad de los otros, usó parte de sus ahorros: Otto Lidenberg era una ofrenda amatoria hecha para cada una de esas personas que rodeaba, casualmente, su vida. Harto del amor, condenó su capacidad al ostracismo al nombrarla (“puedo darle amor a cuanta criatura quiera”). Dedicó entonces unos meses al arte, combinando su capacidad gestual con sus dotes, recién adquiridas, para la elaboración de historias: fue cineasta amateur, escritor amateur y cantante amateur, pero se agotó rápido, ansioso, como buen artista, por descubrir qué sería lo próximo. Se hizo periodista, se dedicó a rastrear la verdad al costo que fuera, subió posiciones de manera estrepitosa, tuvo su propio programa en horario pico, pero, como solía pasar, cuando no decidía él, decidían los otros: un candidato a presidente lo elogió en camarines, reconociendo “su increíble carisma, tan poderoso que lo hacía similar a un superhéroe”. El rating cayó, las luces se apagaron, el decorado y los aplausos se desvanecieron como si sólo fueran una realidad instalada dentro de un televisor. Otto Lidenberg emprendió entonces el camino de la espiritualidad: con cincuenta y cuatro años cumplidos se quitó las ropas y, con una toga y un cinto naranja viajó por Asia buscando y encontrado inmediatamente la paz espiritual. Podía dormir encima del hielo, mientras la tormenta le rajaba la cara, podía dormir sobre el césped, cerca de los leones, de las serpientes, siendo puro e intocable, podía contemplar la lucha de clases y la orfandad material y la miseria de la vejez y la violencia de la juventud sin que se le moviera un pelo, sin pensar que eso tenía que ver con él, ni con el mundo, ni con los otros. Pero eso lo aburrió, no pudo contener su ansiedad, momentánea, una tarde en que escuchó un elefante que le recordó a aquel elefante que cuidaba cuando era niño, que le recordó su primer superpoder: ser invulnerable al sueño y al cansancio. Trabajar sin detenerse. Ser incansable, pequeño e invencible. Emprendió, entonces, el camino de la nostalgia, un recorrido que no llevaba a ninguna parte, sólo a su casa, aquella vieja y derruida mansión, y a sus fotos imaginarias y a la colección de recuerdos y anécdotas de superpoderes que tenía guardada en el placard de su alma. Los miró uno a uno. Pensó que eran como hijos no reconocidos que había dejado desperdigados por el mundo. Pensó en sus actos, en las consecuencias de sus actos, pensó en su nombre, en las personas que lo rodearon, en lo que había hecho, y sintió, otra vez, esa oleada imprecisa atascada en el estómago, como si durante años hubiese estado masticando algo vacío. 
    Compró cuatro pares de anteojos y veintiocho colecciones selectas de historietas de superhéroes y se encerró un año y medio a tratar de entender su propia naturaleza. 
      A los sesenta y tres años, Otto Lidenberg comprendió que estaba viejo. Y que nadie salva a los viejos de su superpoder: desvanecerse, apagados, con un disfraz que no lleva a ninguna parte. “Debería haber sido de otra forma”, pensó. Y se dedicó, finalmente, a tallar un muñeco de madera para cada uno de los superpoderes que había logrado poseer. Cuando, meses y meses después, pudo concluir su tarea, construyó un pozo y lo rodeó de una preciosa muralla de piedras. Colocó los muñecos uno a uno. Y los fue empujando, una tras otro, hasta que ya no quedó más que su dedo, golpeando el aire, en un gesto senil y solitario. Y los muñecos caían dentro del pozo, volando, golpeándose, como personas cualesquiera que sólo sueñan con aquello que ya no son.