Vacaciones Clínicas
(nota con enfermeras y días en el hospital, publicada en HDC)




0. Era uno de esos primeros de enero en que todo el mundo comentaba: “anoche comí demasiado”, “hoy voy a dormir todo el día”, “que forma de empezar el año”. Un primero de enero tradicional, con sol de siesta y calor (agobiante) por la noche. Entonces se acabó el día y empezó otro. Hice (para empezar bien el año) media hora de yoga autodidacta; luego me puse a escribir y mi compañera dijo que se sentía mal, y luego dijo que se sentía peor, y luego vino el médico de urgencias y de pronto era dos de enero, a las dos de la tarde y estábamos en una clínica. Había una fila de accidentados y tullidos (me acuerdo, patente, de un tipo en silla de ruedas con un pie hinchadísimo) y solamente una secretaria con un tic en el ojo y otro en la boca que reclamaba paciencia. Luego pasaron ocho horas de ansiedad (mi caso), dolor (el caso de mi compañera) y una espera kafkiana. A las once de la noche ella ya estaba internada. Yo era el acompañante. Seguía siendo dos de enero: ¿cómo podía ser el mismo día que al principio, cómo podía ser, siquiera, el día después a un día cualquiera? No os preocupéis: al final todo salió bien. Pero no es esa la historia, sino una que podría llamarse “vacaciones en la clínica”. 
1. Había cuatro tandas de enfermeras. A la madrugada sólo una se encargaba del ala derecha del segundo piso, una cincuentona con pinta de Patti Smith que daba respuestas retóricas: “¿Está todo bien”, preguntaba uno, y ella respondía “¿no debería estarlo?”. Por la mañana había tres enfermeras (una jovencísima), a la siesta un enfermero y una enfermera, a la tarde dos treintañeras, y entonces volvía Patti. Cuatro, tres, dos, uno: como si la cantidad de enfermeros imitara el pulso laboral del día o como si fuesen apagando las velas de la jornada medicinal. Había personas con problemas posbanquete de año nuevo, un par de casos de apendicitis, varios ancianos con la cara apagada y una señora que gritaba “quiero irme a casa”. La primera noche apenas si pude dormir: entraba a cada ratito a la pieza y controlaba el sueño de mi compañera, y después iba a una especie de comedor lleno de acompañantes semidormidos en sillones, donde pasaban videos incomprensiblemente bizarros. Hubiera sido mejor que pasaran una de esas comedias hospitalarias. ¿Se hubiera despertado la gente del sillón? ¿Hubieran salido los internados a presenciar ese extraño giro de comedia? ¿Dónde estaba Patch Adams?
2. El segundo día fue similar al primero pero con menos dolor (para mi compañera) y menos angustia (en mi caso). Ya conocía a los otros ciudadanos del piso, reconocía la cara de los administrativos y miraba con empatía distante y semianestesiada a los visitantes ocasionales. El tercer día ya entraba y salía del ascensor como si estuviese en casa: mientras tomaba un café en el bar del gran complejo sanitario vi a una de las enfermeras vestida de verde y con un paraguas violeta corriendo hacia un taxi, casi una escena de película francesa. ¿Qué diferencias hay entre la sala de espera de una clínica y la sala de espera del banco?, me pregunté, incitándome a no dar la respuesta obvia. Pero después me di cuenta que la comparación era otra. Ahí estaba yo: fuera de la vida cotidiana, en un lugar aislado, mirando por la ventana como si viviera otra vida pero sabiendo que pronto tendría que volver a la rutina que me pertenecía: ¿no eran, esos días, como una vacación? Afuera lloviznaba. Mi compañera caminaba por el pasillo con el suero al lado, en un extraño desfile. 
3. Cosas que deben llevarse para hacer de acompañante durante una internación: una almohadita, un calmante, frutas (siempre frutas), el cargador del celular, efectivo y libros. No hay que llevar de ninguna manera “El padre”, el poemario en el que Sharon Olds le escribe a la lenta agonía de su padre; si puede llevarse cualquier libro de Bolaño (de prosa febril y curandera), o una foto de Williams Carlos Williams (que era poeta y pediatra) o el gran cuento de Carver llamado “Parece una tontería” que te saca el corazón y te lo vuelve a poner. También es una buena idea aprenderse una canción pegadiza para convidarle al silencio de la noche: puede ser esa de Charly que dice “de chiquito fui aviador / pero ahora soy un enfermero”, o alguna de la heroína pop de turno, pero de ninguna manera el silbido virósico de Kill Bill, a cargo de una de las enfermeras locas de Pickapoon. 
4. Finalmente el cuarto día, luego de un nuevo episodio kafkiano de cuatro horas buscando a la médica encargada (que se había esfumado del planeta) nos dieron el alta, Antes de salir, mientras mi compañera se cambiaba y una enfermera recogía las sábanas, volví a mirar por la ventana: los árboles, la calle aún mojada, una ambulancia entrando por la puerta trasera. Me acordé de ese gran cuento de Cheever donde un personaje decide atravesar todo el barrio a través de las piscinas, y se mete en las casas, y nada y corre y salta paredes sin parar. Podría hacer eso, pensé, ir de una clínica a otra, sería como un nadador de clínicas. Entonces escuché que la enfermera silbaba y me di cuenta que, de uno u otro modo eso era, exactamente, lo que haría.