Yo, jugador




1. A veces por la madrugada, cuando no puedo escribir, trabado por alguna mágica y misteriosa razón, me acuerdo de la novela luminosa, donde Mario Levrero cuenta cómo perdía el tiempo jugando a los sencillos juegos de cartas disponibles en cualquier computadora en lugar de ponerse a escribir. Me acuerdo, entonces, de Dostoievsky, y de ese modo de enfrentar deudas financieras y literarias escribiendo una novela sobre su propia adicción a la ruleta; me acuerdo, también, de la obra aparentemente más lúdica y semiadolescente de la literatura argentina; me acuerdo de los ludópatas de Saer, y me acuerdo, finalmente, de un amigo de la carrera de Letras que seguía estudiando aunque lo aburría soberanamente la literatura y quien por las noches, luego de sufrir mal de amores, jugaba, oh casualidad, al Buscaminas. Entonces vuelvo a mirar las ventanitas en la computadora: de un lado, el Word; en el otro, el navegador con redes sociales, un disco de fondo y el peligro de cualquier otro juego pendiente, acechando.

2. Así como cualquiera podría trazar una biografía personal a través de los diferentes libros que fueron marcando cada año (“Stoner” en 2016; “La casa de hojas” en 2014; “La soledad del lector” en 2013; “City” en 2012; “Fruta Fermentada” en 2006; “Infancia en Berlín” en 2005), también podría trazarse una línea histórica con discos, con hechos históricos trascendentales y con juegos. Mi lista, que en principio creía obvia y menor, incluiría al TEG, al Rummy, al tutti freaki, al Póker, al Catán, a los rompecabezas, al Scrabble, al fútbol 9, al fútbol 7, al fútbol 5, al 25, al arco a arco, a “patear penales contra uno mismo haciendo de arquero imaginario”, a la escoba, a la mancha, a la escondida, al Estanciero, la Atari, el Family game, la Nintendo prestada, el Sega, la play, la Wi, el solitario. Ahora bien: no tengo la menor idea cuál fue el primer libro que leí o que me leyeron, así como tampoco tengo la menor idea cuál fue el primer juego que jugué o que me enseñaron. En el principio de ambas historias hay, entonces, un vacío narrativo, junto a un mismo gesto: la gran concentración.

3. Están los que suelen despreciar la relación de la literatura con el juego, están quienes dicen que una cosa es la literatura y otra cosa es la vida, están quienes dicen que los juegos son solo para seres menores (salvo que esté implicado el dinero), están los que todavía dejan afuera de la discusión artística a los videojuegos. La literatura, como los juegos (y la bolsa de valores), genera una suspensión del tiempo y una especie de mundo paralelo regido por sus propias reglas: el problema, claro está, es la relación entre esos dos (o tres) mundos. Quizás por eso uno de los cuentos más divertidos, trolls y políticamente confuso de la literatura sea “La lotería en Babilonia”, de Borges, en donde se nos cuenta la historia de una sociedad totalmente abocada y regida por el juego y el azar, en donde el destino y los actos de cada cual son consecuencias de miles de sorteos en la Lotería.

4. Tarde o temprano aparece no sólo el tema de la concentración y de un conjunto de reglas paralelas a las que nos sometemos, sino también el de la competitividad. Durante las últimas semanas fui a ver un campeonato de fútbol femenino en el que jugaba una de mis hermanas. Había muy buenos equipos y partidos sumamente atrapantes; terminé trepado a una reja cuando mi hermana hizo el 3 a 2 de un partido clave, y vi como una de las jugadoras del equipo campeón era expulsada en casi todos los partidos debido a sus violentas demostraciones de competitividad. También fui a jugar un par de partidos en fútbol mixto amateur: en una jugada, dos chicos que tenían buen pie se pusieron a discutir si una jugada era lateral o no y entonces uno, que estaba dando sus primeros pasos en el fútbol, se acercó e hizo “piedra, papel, tijera” con otro para decidir si era o no lateral. Si hubo un momento en que decidí seguir participando de los partidos de fútbol mixto fue ahí. Me queda pendiente, también, jugar un partido con mi hermana.
 
5. Una cosa es placer y otra trabajo, una es jugar y otra trabajar, una es leer y otra es vivir, pero, como bien decía un sociólogo francés, sin tomarse un juego en serio el juego no funciona. Finalmente: ¿Qué es lo opuesto del juego? No encuentro respuestas a esa pregunta y, mientras espero ansiosamente la próxima temporada de Games of Thrones, recuerdo que en el horroroso y célebre Juego de la Vida uno estaba obligado a andar en auto, a ser monogámico y heterosexual y a considerar la vida filosófica como una metáfora de la quiebra cívica. Recuerdo también el encantador error en la última pantalla de Pacman, donde en lugar de acceder al “final de la historia” el laberinto quedaba semideshecho; recuerdo esa página de “Elige tu propia aventura” a la que sólo se podía llegar salteando las opciones que daba el libro. Recuerdo, ahora sí, aquella época en que, si tenía algún problema, trataba de pensar en las reglas que habían llevado a él, y en cuáles podía cambiar. Pero de alguna manera pasé de pantalla, o empecé a jugar a otra cosa, y no sé bien cómo volver.