Los links invisibles: el silencio

Están los Héroes del silencio, El silencio de los inocentes, el Tiempo de silencio y el Cerro silencioso. La primera es una banda de rock, la segunda una película sobre un psicópata particularmente culto, la tercera una novela española y el cuarto, un videojuego famoso; aunque, quién sabe, quizás también son todos códigos de una secta o formas de la política o metáforas de los medios de comunicación o partes de una ciudad.
Luego tenemos ese momento cotidiano mejor conocido como “un silencio incómodo” vinculado a episodios amistosos o familiares en los que, o se dijo algo que no tenía que decirse, o no se sabe qué decir y no se soporta el silencio. También está ese momento conocido como “silencio cómplice” (vinculado tanto a la complicidad como a la cobardía), y ese momento ritual espectacularizado mejor conocido como “un minuto de silencio”, con esa duración tan arbitraria como curiosa.
Hay grupos teológicos que hacen “retiros de silencio”; hay ciertas parejas que, ante las constantes discusiones, se autoimponen horas de silencio para regresar a la armonía y al amor. Hay momentos particularmente silenciosos en la intimidad de cada vida: el segundo después de recibir una pésima noticia, cuando el sonido, extrañamente, se apaga; el momento en que se termina un disco; las horas de la madrugada, cuando sólo los insectos no duermen.
Sumergido en una cámara especial, John Cage escuchó el sonido de sus sistemas circulatorios y nerviosos y se dio cuenta de que el silencio no existía: “En todo caso el silencio, casi en todas partes del mundo, es el tráfico”, dijo en alguna ocasión.
Muchísimos años después, en algún rincón de Argentina, un poeta llamado Lucas Soares escribió “Un drama eléctrico”, un poemario encerrado en el silencio en el que escribe “el drama/ donde uno se convierte/ en los sonidos que oye”.
Sumergido en su mayor momento de gloria, Xavier Iniesta relata cómo fue ese momento en el que convirtió el gol que le dio el campeonato del mundo a su país: “Sólo quedamos yo y el balón, como cuando ves una imagen en cámara lenta. Es difícil escuchar el silencio, pero yo en ese momento escuché el silencio, y sabía que el balón entraba”, dice.
Sumergido en su reino especial , Pascal Quignard escribió una de sus obras cumbres, llamada El odio a la música, en la que, con una musicalidad envidiable, explica que los tiempos modernos son aquellos en los que por primera vez hay seres humanos que huyen de la música.
Claro que están los silenciados, los que tienen voz pero no son escuchados, el silencio de la opresión y del terror; claro, también, que está el ruido visual, esa tendencia de la actualidad a que todos digan algo en todo momento sobre cualquier cosa.
En El Silenciero, Antonio Di Benedetto narra cómo un tipo es invadido por el ruido y no puede soportarlo y ya no puede vivir ningún tipo de vida. Las películas de Lucrecia Martel se caracterizan, justamente, por un tratamiento particular y distinguido del silencio, y no sería raro que antes de leer Zama ella hubiese leído El Silenciero. “No tenemos párpados para los oídos”, dice Martel en una conferencia en la que habla sobre la palabra, el sonido y el cine.
Finalmente, están los silencios gráficos. Miren el mundo, ahí afuera, todas esas publicidades, esas letras que dicen qué hacer, qué oír: dejarán de escuchar y de ver el silencio. Hay un momento fenomenal de la novela Tan fuerte, tan cerca, de Safran Foer, en el que podemos entender un gran silencio familiar y todo lo que significa leyendo decenas de páginas en blanco. Es un efecto similar a lo que sigue a un punto y aparte. O cuando se acaba un texto, o la página de un diario.
Ahora sí: escuchen.
Los links invisibles: Gigantes

Gigantes no hay por todos lados: escasean. Claro que hay estadios gigantes, mercados gigantes, personas grandotas, pero alcanzan para ser contados con nuestros dedos pequeñitos.
Uno de los primeros gigantes vivía en una isla: además de ser gigante era cíclope y se creyó la vil e ingeniosa mentira de un viajero que se hizo llamar “Nadie”. Cientos de años después, un tal Gulliver llegó a una isla: los habitantes eran sumamente pequeños, él fue considerado un coloso problemático y lo ataron al suelo. Pero no sólo en la tierra viven los gigantes, también hay gigantes en los cielos: en la historia de Juan y las habichuelas mágicas tenemos a ese ogro solitario y enorme, enriquecido en su reino de las alturas, a punto de ser expropiado.
En realidad, los gigantes en el mundo no escasean, más bien son llevados a islas: la isla del rugby, donde los más famosos y temibles son los All Blacks; la isla oriental del Sumo, para gigantes anchos; la isla del básquet, donde jugadores de talla inverosímil hacen maniobras en las alturas. Shaquille O’Neal fue amo y señor de esas tierras durante muchos años, y un chino intentó hacer lo mismo pero sólo pudo convertirse en memPocos saben que esa imagen de un oriental riéndose a carcajadas es, precisamente, Yao Ming. Y poquísimos saben que esa escena está sacada de una conferencia que dio junto con Ron Artest, un basquetbolista un poco intenso: además de ganar un título con los Lakers y hacer reír a Yao Ming, dio un par de trompadas en la trifulca conocida como “Malice at the palace” y de pronto decidió cambiar su nombre y se hizo llamar “Metta World Peace” (algo así como “paz y amor mundial”). El partido más famoso que disputó usando ese nombre es uno donde le da un codazo brutal al “pequeñito” y entonces poco popular James Harden (famoso por tener más barba que cuerpo).
Hay varios grandes basquetbolistas argentinos: uno tiene 40 años, es una leyenda viva y sigue jugando al básquet en tierra de gigantes; otro fue conocido como “El gigante González”, tuvo una carrera veloz y escarpada, jugó un amistoso junto a Menem, fue a la NBA y luego terminó haciendo lucha libre y viviendo en su pueblo natal en una silla de ruedas: en la crónica “El gigante que quiso ser grande”, Leila Guerriero cuenta su historia.
También están los dinosaurios, los dragones, los gigantes de Juego de tronos y Olga, el personaje de Liniers. La muestra “Ficción”, de Hora French, apela al gigantismo en su propuesta: desmesurada, nos lleva de viaje por el lugar donde se escondían los gigantes: el circo, las ferias de freaks. Hay un cuento de Luciano Lamberti con gigantes, cazadores y portales. El primer hit de la banda cordobesa Un día Perfecto para el pez Banana decía “Lucharás con los gigantes/ en tus sueños de esta noche”. El escritor Roberto Bolaño era fanático de un tema precioso llamado Lucha de gigantes; una parte gloriosa de esa canción dice: “Me da miedo la enormidad/ donde nadie oye mi voz”. Bolaño lo escuchaba mientras escribía sus enormes novelas y estaba al borde de la muerte. La parte de los femicidios de 2666 (quizás escrita con esa canción de fondo) es monumental, incómoda, ambiciosa, agobiante.
Habría que volver a las cosas enormes, descomunales, a cierto sano gigantismo: ahí están las larguísimas películas de Mariano Llinás, ese gran e inigualable libro llamado La casa de hojas, la música de esa gigante islandesa llamada Bjork. Pero ojito: no todo lo grande es gigante, del mismo modo que no todo lo minúsculo es pequeño, menor. Vean, si no, el calendario miniatura de Tanaka, el pequeño mundo ilustrado de María Negroni o la película También los enanos empezaron pequeños, del inconmensurable Werner Herzog.


Los links invisibles: lluvia

Tarde o temprano se largará a llover. La lluvia limpiará el aire y caerá sobre la tierra y será un alivio. Pero entonces quizás no pare, y llueva más fuerte, y el alivio se transformará en hartazgo, en preocupación. Mientras llueve, en las redes sociales aparecerán posteos que hablan de la lluvia. Llamativas tendencias de los humanos de la era contemporánea: su tendencia a la indignación inmediata, a recomendar series, a regodearse con videos de mascotas, a anunciar el comienzo de la lluvia. Es el extraño reverso de la lluvia ácida: la lluvia obvia, la lluvia tierna, el agua virtual que recorre las redes.
Sucede que esa lluvia también inunda nuestra programación, nuestro lenguaje: podemos tener una lluvia de ideas, puede llover sobre mojado, podemos hacer la danza de la lluvia, esperar las lluvias de inversiones, estar atormentados: quizás sólo seamos máquinas que se secan y se humedecen y gracias a eso funcionan: ¿cómo saberlo?
Uno de los poemas modernos más replicados sobre la lluvia es de Vicente Luy; una de las canciones hispanas que más inundó nuestros oídos dice: “Lluvia cae / lentamente sobre mí”; la canción noventosa y atormentada más conocida probablemente sea Lluvia de noviembre; la poetisa Laura Wittner es especialista en escribir sobre la lluvia; hay un gran poema de Claudia Masin en el que escribe: “Pero el rayo no cae, no cayó / y al día siguiente todo sigue a salvo en el mismo lugar / Ese es el mayor desastre que conozco”.
El chaparrón más conocido probablemente sea el diluvio bíblico. La escena lluviosa más estrambótica es esa de la película Magnolia en la que de pronto empiezan a llover ranas. Hay una página web supersencilla y adictiva que es, simplemente, el sonido de la lluvia, de fondo.
Dicen que el primer Mundial de fútbol que ganó Alemania, esa máquina futbolística, lo hizo gracias a un jugador especialista en ganar partidos bajo la lluvia. Una de las primeras novelas de J. G. Ballard es sobre un mundo en el que se ha llovido todo y los países están enterrados en agua: apenas si quedan islitas, y los reptiles (como las ranas de Magnolia) están reconquistando el planeta.
La lluvia parece someternos a una extraña forma de sentimentalismo: como si despertara nuestros sentimientos, como si nos llenara de humanismo.
¿Es la sensibilidad a la lluvia uno de los grandes inventos del Romanticismo? ¿Es responsabilidad de los climatólogos? ¿De la incansable lluvia pop de los videoclips?
Ahí están, mientras tanto, las referencias lluviosas: gotean sobre la página, caen por la ventana y el papel: “Este es un relato para leer en la cama, en una vieja casa, una noche de lluvia”, comienza diciendo Parecía un paraíso, la recomendable novela de John Cheever.
“Estoy cantando bajo la lluvia”, dice la famosa canción en la que un hombre alegre subraya que no puede ser frenado por ninguna tormenta exterior.
“Desearía que lloviera sobre mí”, cantaba Phil Collins en la década de 1980, en una balada de resignación amorosa.
“Vamos, que llueva sobre mí, que llueva desde una gran altura”, canta Thom Yorke en su versión epifánica sobre la era moderna. Androide paranoico, se llama, precisamente, esa canción, quizás inspirada en un androide mojado de una de las grandes escenas finales del cine.Debajo de la lluvia, llovido entero, ese androide mira a su perseguidor a los ojos y le dice, con palabras tan sentimentales: “He visto cosas que los humanos ni se imaginan. Naves incendiándose cerca del hombro de Orión. He visto Rayos C centelleando en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo: como lágrimas en la lluvia”.
Y entonces nos apagamos.