Un golpe de dados jamás abolirá la data


1. En este ancho y loco mundo hay muchos tipos de lectores y muchos tipos de espectadores y muchos tipos de consumidores (hasta resulta confusa, actualmente, la distinción) pero hay dos en particular que parecen exacerbados y anabolizados por la contemporaneidad: el lector indignado y el lector enclaustrado. Con respecto al primero, solo podemos proceder a indignarnos y a descalificarlo inconsistentemente, sacudiendo las cabezas, meciéndonos las cabelleras o resoplando en busca de una imposible indiferencia zen. Los lectores enclaustrados, por su parte, tienen una larga tradición: los monjes del medioevo, el Quijote y su esposa Madame Bovary, los bibliotecarios monásticos de GOT y la figura del ratón de biblioteca, cuya pequeñez le permite moverse por lugares recónditos a la vez que carga con una marginalidad política y una descalificación del reino de lo humano. Alguna vez alguien dijo que el cuento “La biblioteca de Babel”, de Borges, era un precursor de Internet. Siguiendo esa idea, el lector enclaustrado bien podría ser un precursor del usuario bigdateado. Este último es más bien una actualización de aquel clásico ciudadano lector, mientras se reformulan globalmente las nociones de encierro y de claustro.

 

2. Veamos: el edificio donde vivo el año pasado tuvo cuatro estaciones: primavera, invierno, la estación cuando todos estuvieron escuchando Luis Miguel y la estación cuando no paraban de sonar canciones de Queen. Del mismo modo, en las redes sociales hubo diferentes temporadas: la temporada Marie Kondo, la temporada Bandersnatch, la temporada Roma, la temporada la Casa de Papel y un rimbombante etcétera. Además, como todos ustedes, me fui adaptando a algunas “casualidades”: que la canción que mi hermana me compartió por mensaje privado sonara un día después en la lista de reproducción del vecino; que un disco con una cantidad discreta de reproducciones que estaba escuchando online fuese compartido más tarde por contactos lejanos del tercer tipo. No solo eso: también que un chiste sobre hoteles se convirtiera en un grupo de ofertas marcadas para viajar por los mejores lugares de Indonesia. Estaciones, temporadas, reuniones, viajes lindos: son todos lugares abiertos y referencias al paisaje y a lugares abiertos: algo poco apropiado para ratones de claustro y biblioteca, ¿no?

 

3. Hay diversos grupos de artistas conocidos por llevar a cabo un programa estético radical que resulta más interesante y memorable que varias de sus no tan simpáticas obras. El grupo Oulipo bien podría ir por este camino: a grandes rasgos y haciendo una síntesis antioulipiana, lo que se plantean es que la literatura puede haber agotado sus temas pero de ninguna manera sus formas. Ante tal estado de cosas, proceden a crear cientos de técnicas y limitaciones infrecuentes: una novela que no tiene la letra e, un texto donde todo sustantivo será reemplazado por el séptimo que le sigue en el diccionario. Contra la base de datos de la literatura moderna, los oulipianos recurren al delirio algebraico y a la elección de limitaciones. Ahí está Bandersnatch de nuevo: una producción que está basada en una actualización de los libros de Elige tu propia aventura, quizás el mayor logro popular indirecto de los oulipianos, que buscaban que esa cosa llamada literatura salga de su encierro moderno.

 

4. El asunto con la danza de los algoritmos, con plataformas como Netflix y Spotify y con el estado actual de las obras artísticas propulsadas en red es que se ofrecen productos que todos pueden consumir al mismo tiempo y de manera ilimitada: si el vecino sojero de arriba y la señora de quiosco están viendo Roma online, también puede hacerlo mi propia hermana en ese mismo momento. Verdad contemporánea de perogrullo: gozando de la era de la reproducción ilimitada, esos usuarios enclaustrados producen contenido y referencias a ciertas plataformas y a ciertos productos y entonces el efecto encierro se maximiza, generando a) pasión precoz por las obras compartidas; b) ganancias megamillonarias en los reyes de la pirámide y, sobre todo, c) un desinterés abismal por aquello de lo que no hable el resto, ni pase por ciertos medios ni pertenezca a ciertas modas ni responda a ciertos parámetros.    

 

5. Dado este estado de cosas y sacando de contexto a los oulipianos, durante los últimos años traté de inventar procedimientos para favorecer otro tipo de azar en la Máquina y contrarrestar a la danza del algoritmo. No sé si esos candorosos procedimientos han funcionado pero antes de retirarme comparto uno. Dice así: “no se puede leer un libro, ni ver una película ni escuchar un disco de la misma nacionalidad que el anterior”. O sea: si veo una película griega, la siguiente no debe ser griega. Si leo un libro de una autora argentina, el siguiente debe ser de un autor no argentino. A ese primer procedimiento agregué otra limitación: la “fuente” no debe ser la misma: si el libro es de Anagrama, el siguiente no debe serlo. Si vi una película surcoreana en Mubi (gran plataforma), la siguiente debe ser de cualquier otro lugar (idem con editoriales, discográficas, medios de comunicación y agentes de prensa). Estas pequeñas limitaciones me han metido en atolladeros sociales generando indignación y dejándome afuera de las conversaciones sobre la última serie de turno. Vuelvo, en esos casos, a casa, directo a mi torre de ladrillos y durlock con conexión a la red: listo para convertirme en lector enclaustrado de uno u otro modo, cayendo, una y otra vez, en la trampa.