16. Hugh Heffner decide reencontrarse con su pasado y emprende camino


Así que un día de febrero Hugh Heffner decide retirarse al campo y empezar una vida nueva. Para los que no lo saben: Hugh Heffner es un magnate, tiene 7 mansiones, 33 autos, miles y miles de acciones a lo largo y a lo ancho de las compañías más importantes de toda Alabama. Para los que tampoco lo saben: Hugh Heffner es canoso, tiene un rostro esquelético, casi pálido, casi viejo, y anda siempre en batón, llevando una sonrisa que parece estirada por la suerte y la incredulidad y el cinismo de los afortunados. Además, Hugh Heffner vive rodeado de mujeres y de magnates e interesados en los magnates. Las mujeres son típicas mujeres vestidas de modo atípico, glamoroso, anormal y provocativo, mujeres hechas con deseos encarnizados de mujeres, embellecidas y estupidizadas por los sueños en los que creyeron junto a los otros, repetidos una y otra vez hasta ser carne, juventud, amor y dinero. Los magnates no parecen típicos magnates, no tienen nada de típico, podrían pasar por una persona normal de clase media/alta, un habitante simple y cualquiera de la intemperie de Alabama, deseoso de un buen vivir, del verde de Alabama, de la riqueza de su sol; no parecen típicos magnates pero se comportan, eso sí, como tales, y no paran de hablar de números y probabilidades, estafas, impuestos, evasiones, hurtos y robos, probabilidades, probabilidades otra vez, lo bueno que pasó, lo bueno que pasará, lo que debe hacerse, a costo de quién. Y algo tienen en común los magnates y las rubias: no parar de estar, siguen borrando toda tranquilidad con su presencia, con su movimiento repetitivo, casi imbécil, inocente, oscuro, siguen borrándolo todo. Las mansiones de Hugh Heffner se parecen, así, a un ir y venir incesante de pedidos, preguntas, invitaciones, propuestas, gemidos falsos, grititos y sollozos. Como un gran confesionario medieval en que todas las almas en pena no pueden dormir ni pensar en paz, detenerse, dibujar un monstruo alado entre las grietas de una pared. Hasta que un día de febrero Hugh Heffner tiene una iluminación. Ya ha tenido algo parecido a una iluminación, y algo parecido a la repetición de una iluminación, y una sensación “iluminada”, algo que presiona en el cuerpo, una idea, antes de todo eso y durante todo eso: nada es abrupto, nada es completamente espontáneo, la naturaleza, la energía de las cosas, es lenta, gradual, casi un fantasma nombrándose a sí mismo delante de un espejo. Y es de un espejo que llega la iluminación final de Hugh: lo golpea como un rayo, lo asusta como el fantasma de una palabra verdaderamente real, Hugh se arrodilla, apoya las manos en el suelo, mueve la cabeza, la levanta, la baja otra vez. Hugh se aprieta la boca, se mira las manos, se saca el batón que usa siempre para estar, permanece desnudo y luego se pone ropa blanca, una gorra roja con una reina de corazones como escudo, y sale a caminar de frente al sol de Alabama bajo la luz de febrero. Los perros ladran. Los conejos saltan. Los grititos siguen, incansables, del otro lado del portón. Hugh Heffner, decidido a empezar una nueva vida. Piensa “familia” y ve “familia” y después ve un agujero y agua que cae en el agujero y él nadando encima de una piscina donde está solo. “Hacia atrás”, piensa, y camina hacia delante pero hacia atrás en el tiempo. Y se mete entre arbustos podados de una calle de Alabama, y se adentra en los riscos, los árboles, la oscuridad, y sale hasta dar con una ruta, y caminar hacia el norte y luego hacia el oeste, a la misma velocidad, sin cambiar el ritmo ni apresurar un paso, y camina, camina, camina y camina, hasta que pasan los días y se encuentra con la casa en la que nació, en la que cree que nació: una casa de campo, madera y viento y albaricoques despedazados incrustados en la madera y un silencio real apretujado en la madera como si se estuviera consumiendo. Hugh Heffner piensa “familia” y se mete en la casa, que está oscura, oscura por el sol retirado de febrero, ausente ahora que han llegado los tibios días de marzo. Y Hugh Heffner, el magnate, decidido a empezar una nueva vida, se adentra en el baño de la casa. Defeca, defeca sin parar. Luego se lava las manos, se lava la cara, se desnuda. Y se mira al espejo: no se ha quitado la gorra. En ese momento recuerda que a su padre le encantaba jugar al póker, que repartía las cartas entre sus amigos, y que los amigos se fueron y él siguió moviendo las cartas, mirando las cartas, repartiéndolas una y otra vez, hasta que su madre se fue y la amante de su padre se fue, y él, Hugh, se quedó solo delante de su padre, mientras se le deshacía el cerebro, el estómago y el corazón. Y una mañana el padre se desnudó completamente, salió de la casa y se tiró a dormir entre las mariposas, los conejos, el frío de febrero, marzo, abril y ya no volvió. Respirando encima o debajo de ese recuerdo que ahora le pertenece, Hugh levanta la cabeza: de nuevo, casi iluminado, como un ángel en retirada, observa al que observa. En el reflejo del espejo, parado ahí detrás, se ve a un niño con rostro de comodín. “Por favor, no me robes los recuerdos”, le dice el niño. Y luego se arroja rendido al suelo, cae tendido como una carta.