En busca de la señora Google
(publicado en las Crónicas urbanas de Ciudad X, abril)



Escribo esto en una libreta, en la peatonal. La gente camina de un lado a otro, bajo la fiebre y el movimiento de la tarde. Claro que podrían ser todos números, claro que, como en Matrix, podrían ser sólo códigos de un programa. Es tan difícil distinguirlos, detenerse en la singularidad de cada cual. Elijo uno al azar, una mujer teñida de rojo mirando una vidriera. “¿Disculpe, usa usted Internet?”. La pregunta es absurda, trato de explicarle que sólo estoy investigando. Su respuesta es contundente. “Sí, uso”. Se va y me deja solo delante de la vidriera. Sigo el juego: les pregunto a niños, adolescentes, mujeres y hombres alrededor si usan internet. Van 9/9. Hay un hombre mayor mirando los titulares de los diarios. Le toca el turno de recibir la pregunta. ¿Que qué estoy haciendo? Estoy buscando a la señora Google.


Hace una semana, una revista popular de rock sacó una nota acerca de un libro sobre nuevas tecnologías, nuevos sujetos, etc. El libro había sido editado hacía un par de años pero por alguna razón la nota (entrevista incluida), resultaba pertinente. Hace dos semanas, la Voz del Interior publicó una nota sospechosamente celebratoria sobre las nuevas generaciones y los usos de Internet en relación con la juventud y el trabajo. A su vez, hace tres semanas, una página hiperecomendable de geeks (alt1040.com) publicó un ensayo de un escritor rumano que se llamaba “nosotros, los niños web”. En el texto, Piotr Czerski escribe: “Crecimos en el Internet y con Internet. Esto es lo que nos hace diferentes”. Escribe: “Para nosotros Internet no es algo externo a la realidad, sino una parte de ella…”.
“Hace una semana”, “hace dos semanas”, “hace x semanas”; el recuento y el trabajo de archivo podría seguir: ¿hasta dónde?


“Google es una bibliotecaria. Vive en Gonnet. En la casa de tejado extraño y pasto altísimo”, escribió el músico Jo Goyeneche. Mientras tanto, yo camino por la peatonal con la libreta en la mano. Sigo con mi juego: descubrir a las personas que, entre todas las que caminan, no usan Internet. ¿1 entre 10? ¿2 entre 30? ¿Cuántos son? ¿Qué se llevarán con ellos, una vez que desaparezcan? Antes o después de esto, en casa, consigo una lista de contactos y trato de dar con ellos. No fue fácil hacerlo: buscaba personas que no quisieran (y/o que no pudieran) usar Internet, y que no quisieran ni pudieran ni se vieran impulsados a hacerlo en el futuro cercano. Imaginé que todos ellos eran parte de una misma persona legendaria: la señora Google. Una bibliotecaria oculta, en una casa solitaria, rodeada de pinos y de tierra, alejada de la red.


Respuestas: “soy una rebelde, no uso Internet” (Estela, 52 años). Respuestas: “Ya estoy vieja, no me siento capaz de aprender” (Ana, 78).
Más respuestas: “Lleva a la adicción”, “la vida privada queda ventilada”, “es útil pero prefiero quedarme al margen”, “por culpa de eso los chicos no juegan como antes”, “podés creer lo que no es”, “no hay límite a la información”, “me gusta el cara a cara”, “uno corre peligro…”, “no me interesa”, “ya nadie investiga, todo se hace a las apuradas”, “si necesito hablar con alguien levanto el teléfono y escucho su voz”, “no estoy en contra del progreso”.


Paul Virilio reflexionó sobre el reinado de un nuevo modelo de velocidad en las nuevas épocas. Benjamin escribió acerca de los cambios producidos por la invención de la fotografía y su popularización. En “Do the Evolution” (1998), el primer video de Pearl Jam luego de años de alejamiento del mundo de los videoclips, podía verse al planeta tierra y a los seres humanos, avanzando ciega y violentamente hacia su propia destrucción a la velocidad del desastre. En una de esas imágenes, un grupo de oficinistas se multiplicaba de golpe: eran todos iguales, todos estaban aferrados y encorvados delante de computadoras, pálidos, los rostros alargados, autómatas y enfermizos. Hace unos días, en la entrega de los Oscar, se premió a un cortometraje que alababa las bibliotecas, el mundo apartado de los libros, la vida en retiro y soledad, y la lectura contemplativa que, según se lee entre líneas, “da color y verdad a la vida”.


¿Qué es lo que se llevarán consigo todas las personas que no usan Intenet? Ésa es la pregunta que está suspendida en este texto. Se habla de nuevas generaciones, todas las semanas se habla de nuevas generaciones y nuevas tecnologías y de la juventud y del consumo y de los cambios inminentes y de los cambios que ocurrieron y de la irreversibilidad, y la anarquía, etc. Ahora bien: ¿Cómo pensar a aquellos que no usan Internet? No forman parte de un grupo generacional, están dispersos, solitarios, se saben “rebeldes” o “a destiempo”. Está claro que no son niños ni adolescentes: resulta milagroso encontrar a una persona “joven” que no haya usado ni se piense vinculado (aunque sea lateralmente) a la web.
Quienes no usan Internet forman parte de una no-generación, un grupo disperso de personas que la época pone en vilo, al borde de extinguirse y de llevarse sus experiencias desvinculadas de la web, sin saber todavía cómo se usaba una computadora y cómo se lidiaba con ella.


Me encuentro con Juan en una librería de Saldos. Caminamos buscando libros perdidos, me dice “me confieso dependiente de Internet”. Pienso en María, que una vez me confesó (como si fuese un pecado personal) que apenas se despertaba tenía que controlar sus tres casillas de mail. Le cuento a Juan que estoy buscando a la señora Google. Señalamos gente por la calle. “Ése puede ser”, “ése no”. Juan es una de esas personas de mirada ladeada, que lee cosas que otros no leerían y ve lo que casi nadie está mirando. Me cuenta de los inicios militares de Internet, me dice que podríamos quedarnos sin web en el futuro. ¿Por qué no? Nos sentamos y pensamos en voz alta.


Quizás sería mejor un inventario de casos particulares. Hay una señora Google enfrente de casa. Es la guardiana de la calle, mira por la ventana a toda hora, sabe qué ocurre y quién hizo que cosa. Claro, no usa Internet. ¿Qué pensaría de Facebook, si pudiera entender el mundo de las computadoras? Hay otra señora Google que en una entrevista me dice que “ahora todos saltamos de un pensamiento a otro”. “Pensamiento random”, me digo para mis adentros. “Ustedes son muy dispersos”; me dice. Y lanza la cantinela: “antes no era así”. Hay un señor Google que me muestras sus álbumes de fotos, me hace recordar la voz de mi abuelo pidiéndome que no manche, con las huellas dactilares, el papel. Hay una señora Google que me habla de las cartas. “Le escribía cartas a mi hijo. En papel”, me dice. Y continúa: “¿Dónde queda toda la energía de una persona al escribir un mail?”, “¿Dónde queda su olor, su caligrafía, los tachones y dibujos al costado de la página?”.


Hay varios puntos en que los entrevistados coinciden.
a) Internet es una herramienta (¡?) útil pero necesita límites y control (generalmente asociado a la institución familiar o educativa).
b) Internet genera adicción: los entrevistados abundan en ejemplos y, en todos los casos, asocian indirectamente la web a una droga: narcotizante, alienante, automatizadora. Cuando se les pregunta por la televisión, dan diferentes rodeos para marcar la diferencia: se puede cambiar de canal, se puede hacer otra cosa mientras se ve tele, se puede presenciar en familia.
c) Internet aleja a las personas de las bibliotecas, los libros, la radio, el contacto humano real y la naturaleza. “Fui con una amiga al campo. Cada cinco minutos estaba buscando señal con su celular”, cuenta Graciela (60).
Éste también es parte de su tesoro. Aquello en lo que coinciden (que parece determinante y decidido), la forma en que se protegen.


¿Qué más? ¿Qué más se llevan y resguardan entre ellos?
El coleccionismo asociado estrictamente a un espacio físico de tamaño respetable (una caja con discos, y no simples bytes). La memoria vinculada solo a la palabra, alejada de links y referencias a videos, comentarios perdidos en un blog o de un sujeto perdido en tal red social. El acceso a la información relacionado estrictamente con la oralidad: la radio, escuchar noticias en la radio, comprender y ver qué ocurre de ese único modo. La noción de vecindad reducida al barrio. El cuerpo: un cuerpo desconectado, un cuerpo sin hiperquinesis. Un mundo paciente. Por qué no, un mundo más paciente. El teléfono: la voz del otro, la espera de la voz del otro, la exclusividad y la soledad del timbre telefónico entre todos los sonidos de un ambiente. Los carteles de los locales sin dirección de mail o de dominio punto com. Una cultura de los pequeños actos donde lo que se decía se hacía, y no necesitaba ser repetido y confirmado. “Que me llame por teléfono”, dice Estela, docente, respecto a un llamado que el director de una institución debería haber hecho.


Claro que sus posturas parecen extremas para dejar de serlo minutos después. “Es un mal necesario”, dice Ana. “Es una herramienta útil”, repite Mario. “Voy a comprar una computadora para mi hija”, dice Félix. Y sin embargo, dicen que persisten y persistirán alejados de las redes. ¿Quién contará las historias que me cuentan, aquellas historias donde ocurren otras cosas, más ricas que una simple negación o afirmación? Un anciano que estaba depresivo y que gracias a Internet se reencontró con su nieto y las ganas de vivir. Un hijo que sube las fotos de su viaje por Europa y luego le escribe una carta a su madre mientras sube su diario íntimo de viaje a la web: ¿se contradicen ambas cosas? ¿Cómo hace la madre para leer solamente la carta?


Sigo en la peatonal. Tengo toda la libreta anotada y llena de tachones. Siempre tuve mala letra, apenas si puedo entender lo que escribí. En un rato volveré a casa y seguiré pensando en la señora Google, en lo tendencioso de llamar así a un grupo de gente, en que al fin y al cabo sólo estoy buscando en ciertos lugares de una ciudad populosa. Recordaré a una de mis abuelas, que siempre le tuvo pánico a ser fotografiada pero que todavía guarda en la repisa fotos de las personas amadas; pensaré en Félix, que escribía poemas en un cuaderno rojo mientras sus compañeras subían todo a sus blogs. ¿Cómo se habrá sentido al escucharlas?
Hojeo la libreta antes de irme a acostar y me encuentro con una frase citada que pertenece a alguien que perdió su nombre: “Ahora sé caminar. No podré aprender nunca más”, dice la frase.
Pero habla de caminar. Debo tener cuidado, y recordar que la frase sólo habla de cuando uno aprende a caminar.

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