Caras y caritas



1. Fui al primer recital grande en toda mi vida y, para ir, viajé por primera vez en avión. Finalmente me animé; puede que semejante tardanza haya sido culpa de una película o de una canción de Alanis Morrisette. Cuando el avión comenzó el despegue no sentí miedo alguno, sino que el estómago y el cuerpo entero se me iban para adelante y la otra parte quedaba atrás, y me sentí ridículo por estar preocupado por escribir libros e inventar historias cuando alguien había inventado esa cosa enorme que vuela y lleva gente de un lado a otro. Ya en el aire, en pleno vuelo horizontal, estuve alerta: escuchaba cada ruidito como si tuviese un significado trascendental. Odié las turbulencias, pero encontré cierto encanto en que la palabra fuese ella misma turbulenta (y, lamentablemente, bastante larga). Al lado mío había un señor que tenía los ojos casi afuera de la cara y una bolsa pegada al pecho. “Estoy perfecto, de verdad”, me dijo el hombre esbozando una sonrisa emoticón. Recordé ese aforismo de Nietzsche: “Sin duda mentimos con la boca. Pero con la jeta que ponemos al mentir, continuamos diciendo la verdad”. Es un aforismo clave: divide los sentimientos de las expresiones, como si unos estuviesen en tierra y las otras andando por los aires.

2. En realidad quería hablar sobre las caras que ponemos, sobre los sentimientos asociados a esas caras y sobre las palabras que usamos para referirnos a eso. Ejemplo: “estaba contento”, “me cagué de miedo”, “me dejó de cara”, “J”, “L”, “:0!!”. Ahí están todos esos deportistas profesionales, hablando de sus sentimientos después de una disputa. Ahí están los reporteros preguntándole a un accidentado cómo se siente antes de que se lo lleve una ambulancia. Ahí están esas preguntas rituales que no son preguntas: “¿Cómo estás?”, nos dice alguien a quien no vemos hace tiempo, y se supone que debemos responder con monosílabos, más atentos a la fluidez que a la sinceridad. En el otro extremo están las excepciones: cuando Ginobili, que acababa de ganar su tercer campeonato en la NBA, dijo que “necesitaba otro cuerpo” para sentir lo que sentía; cuando Kevin Garnett, en idéntica situación, comenzó a gritar “¡Todo es posible!!”, en un ataque de romanticismo y posverdad; cuando vimos a Messi correr con la cara llorosa y brazos voladores, o cuando un entrevistado le da vuelta la pregunta al entrevistador y le desarma la entrevista y el tiempo que se necesitaba para publicidades.

3. En el otro extremo está, también, la literatura. A veces cuando doy clases leo que alguien escribe “y entonces llegaron a casa y estaban todos contentos” y me agarro los pelos. A veces directamente lo encuentro en un libro, y me siento inmediatamente defraudado. Cómo van a estar todos contentos, cómo va a ser posible decir eso, me digo, trepado a la silla. Es una generalidad. Las generalidades solo sirven para situaciones generales, no para la literatura. Y así sigo, hasta que me golpeo la cabeza contra el techo. Entonces recurro a la biblioteca de los buenos libros. Agarro el cuento “Animalitos inexpresivos”, de Foster Wallace, y lo releo completo. Uno de los personajes de ese cuento dice que odia a los animales porque estos tienen una mirada sin expresión. Lo que resulta encantador es que ese mismo cuento está repleto de todo tipo de descripciones de caras. Bolaño, en su prosa cinemática y superveloz, cuando tiene que escribir sobre los sentimientos de sus personajes suele apelar a la yuxtaposición sin certezas: “vio la nuca de Fred, sentado al volante, como si estuviera conduciendo, la vista fija al frente, aunque puede que entonces tuviera los ojos cerrados o puede que los tuviera entornados o que mirara al suelo o que estuviera llorando”. Hebe Uhart sugiere usar la metáfora, y en sus clases cita este caso precioso: “una muchacha me abrió con una sonrisa que era también un bostezo”. El escritor colombiano Luis Miguel Rivas lo explicó muy bien cuando vino a Córdoba: le hicieron la típica pregunta retórica de si no está todo contado ya en este loco mundo, y respondió que sí, pero que el asunto es en relación con qué sentimientos se cuenta. No dijo “sentimiento”, usó el plural. Y explicó cómo el budismo sostiene que hay 84 mil combinaciones posibles de sentimientos y que en esa combinación estaban las literaturas.

4. Claro que en el otro extremo no están solamente los libros. Hay modos ejemplares en que la música hace mucho más que hablar de lo feliz y lo depre: tengo varios amigos músicos que se estremecen de indignación cuando alguien dice que los acordes mayores son “alegres” y los menores “tristes”. Hay cineastas, fotógrafos y retratistas expertos en trabajar con la expresión facial y sacarle el jugo a esta cuestión: trabajan con sentimientos que no conocíamos, o nos hacen tener sentimientos de los que apenas sabíamos palabra o profundizan en los menos populares (como bien hace la dupla Chow-Busqued). Pero volviendo a tierra: una consigna de escritura (y de no escritura) que suelo encontrar muy ilustrativa es la de pedir que durante una semana se describan en papelitos caras y expresiones, haciendo que se distingan unas a otras, logrando que sean acertadas, memorables.
Finalmente, para aterrizar del todo: el viaje en avión salió bien. El recital, espléndido. Uno de los temas de la banda que fui a ver dice, muy sabiamente: “Solo porque lo sientas / no significa que esté ahí”. Me retiro, ahora sí, con una mueca misteriosa en la cara.