El último de los Ginobilis
1. Subidos al tren apocalipcista
de la historia, podemos decir que pronto se acabarán varios sueños colectivos:
el sueño de que Messi gane un mundial, el de que la Argentina deje de oscilar
entre peronismo y neoliberalismo trash, el de la edad de los recursos
ilimitados, y el de los días en que vimos jugar a Emanuel Ginóbili. Antes de
Ginóbili, la NBA era un territorio netamente norteamericano y moreno, y el
básquet era un deporte donde sólo había oportunidades detrás del Dream Team y
de los Globetrotters. Luego de Ginóbili, podremos recordar que hubo una época
dorada en el básquet nacional, que hubo una vez un argentino que en su año
debut salió campeón de la liga más competitiva y endogámica del planeta, que
dos años después salió campeón de nuevo (ya no en un rol secundario, sino como
protagonista), que dos años después salió campeón otra vez, y que más tarde fue
parte de uno de los equipos que mejor jugó en la historia de esa liga,
etcétera. Mientras tanto, uno a uno, los amigos se fueron retirando: se fue Oberto,
se fue Bowen, se fue Nocioni, se fue Duncan. Ginóbili seguía ahí: cuando los
periodistas le tatuaban la palabra “jubilación” en la frente, el tipo seguía
haciendo de las suyas, impredecible, incansablemente competitivo. Momentos
célebres de Ginóbili: cuando le roba la pelota a Jefferson, cuando mete el tiro
del final contra Serbia, en las Olimpiadas. Cuando salta sobre un chino
gigantesco. Cuando le tira un caño al inocente de turno. Cuando da o recibe un
pase cualquiera en la primera victoria sobre el equipo norteamericano. Cuando
vuela sobre el equipo entero de los soles de Phoenix, como si fuese un Ícaro de
dos metros. Cuando hace el gesto de medalla de oro, cuando le mete un tapón a
Durant, cuando da un pase ridículo (como si le sirviera la pelota en bandeja)
al jugador que tiene en la espalda.
2. Pero no todo es talento,
tesón, esfuerzo y la letanía del progreso y el individualismo. Ginóbili tuvo la
dicha (generacional) de ser parte de los primeros espectadores autóctonos del
básquet NBA (milagros de la televisión por cable) y de crecer junto con ellos
(feliz consecuencia del desarrollo del básquet nacional); Ginóbili también tuvo
la suerte de caer (y la capacidad de mantenerse) en el equipo norteamericano
correcto, donde estaba el jugador más silencioso y letal del planeta y un
técnico que cuando se enfurecía les decía a sus jugadores “el próximo que erre
un tiro me compra un auto nuevo, ¿ok?”. Párrafo aparte para el técnico, Gregg
Popovich (programático, bielsista en cierto modo; camaleónico, en otro) quien
confiesa haber aprendido de Ginóbili a adaptarse a las circunstancias y a no
perder los estribos. Párrafo aparte al párrafo aparte para recalcar la
interesante diferencia entre Bielsa y Popovich no tanto respecto a la obvia versatilidad
y estabilidad laboral, sino respecto a la prensa: Bielsa no deja de confiar en
la razón, en el poder de la palabra y la pedagogía de larga retórica. Las
conferencias de prensa de Popovich son el encanto: silencio general,
periodistas que tiemblan y se enredan en sus propias preguntas sin sentido y Popovich
destrozándolos en una sola frase, sin piedad.
3. Títulos europeos, olímpicos y
cuatro en la liga más poderosa del mundo. Roles sucesivos de líder en
anotaciones, novato, casi MVP (jugador más valioso de las finales), mejor
suplente, mejor “jubilado” 2017. El problema de la acumulación de títulos es
que da la impresión de que Ginóbili fue una excepción y de que hizo todo en una
heroica soledad de suplemento deportivo. Sin embargo, a diferencia del panteón
de deportistas célebres nacionales masculinos, Ginóbili casi nunca saltó solo y
no tendría el menor sentido ver una foto en la que esté sin un compañero o un
rival cerca: Parker, Scola, Duncan, Prigioni, Leonard, Delfino. Dicho sea de
paso: ¿Cuál sería el reverso de Ginóbili, su otra cara de la moneda? ¿Una
mezcla de Messi y Del Potro, de Aymar y de Locce? ¿El alemán Nowitzki o, más
bien, el trágico y olvidado gigante González?
4. En su última aparición en los
medios, Ginóbili sale haciéndole un bloqueo al candidato a jugador del año. Fue
una jugada típicamente Ginobiliesca: hace que uno se pregunte de dónde salió
ese tipo y cómo es posible que pase lo que acaba de pasar. Esa incredulidad no
es privativa del espectador, sino que es más bien una asistencia: el mismo
Ginóbili ha mostrado un constante asombro por lo que le ha pasado, como si
soñara. Las entrevistas llevan esa incredulidad al paroxismo: no sé bien cómo
pasó, era uno del montón y de pronto creció veinte centímetros de más y saltaba
y la volcaba, dicen sus entrenadores juveniles. “¿Cómo explica lo que está
haciendo Ginóbili hoy?”, le pregunta una periodista a Popovich en medio de un
partido. “Es Manu”, responde Popovich, molesto ante tamaña obviedad, incómodo
porque la incontinencia creativa de Ginóbili ha roto otra vez su sistema. Obi
wan Ginóbili, lo llamaron durante un par de temporadas, como si fuese un Jedi.
Antes de Ginóbili y de sus compañeros de la edad de oro había cosas imposibles,
cosas que sólo pasaban en otro lado, en televisión, cosas que apenas si se
podían imitar desde lejos. Es esa aleación de asombro, tenacidad, imitación,
rebeldía y creatividad la que cualquier día, en cualquier lado, puede acabarse.