Oficioso 
(de las pocas notas que escribí directamente sobre el trabajo de escribir)


Voy a despertar con el sol y el frío en la cara, como si fuesen una familia y me dijeran que es hora de ir a trabajar. Voy a bajar por las escaleras del departamento, caminaré hacia la 27 de abril. Esperaré el colectivo: no recordaré a ninguno de los que está en la fila salvo a un grupo de tres adolescentes vestidos exactamente igual. Voy a aguardar a que alguien deje un asiento en la parte de atrás, me voy a sentar, voy a sacar un libro, leeré unos párrafos, después voy a cerrar los ojos. Soy el que duerme, shhh.
Después despertaré con el sol, el frío y el viento en la cara. Leeré el siguiente capítulo del libro que llevo. Llegaré a clases. No recordaré, mientras explico alguno de los encantadores fenómenos del lenguaje, a aquella alumna danesa que me habló de la Ley de Jante; no recordaré los rostros de aquellos alumnos que me dijeron que en su país la clase de religión no era “sobre una religión”, sino sobre la historia de las religiones; tampoco recordaré al primer alumno de idiomas que tuve, un francés cuya cara ha desaparecido (pero no que se olvidaba el significado de la palabra “olvidar”). Voy a mirar las uñas pintadas de negro de una de mis alumnas y me preguntaré, sin que me interese la respuesta, por qué siempre usa ese color. Luego llegará la otra, con su calma japonesa, y pensaré que son tan opuestas entre ellas que parecen, a su vez, gemelas.
Después regresaré a casa. Almorzaré algo caliente, me prepararé para las siguientes clases. Tarde o temprano regresaré y será la hora de escribir. Tendría que haber prestado más atención, tendría que haber escuchado la forma en que hablaban esos tres adolescentes, tendría que haber mirado el cartel desmenuzado, el gesto del hombre que dormía en la calle. Pero no podré escribir: si viví apurado durante el día, si no dejé de pensar, preocupado, en esto y aquello; cómo voy a escribir, de qué, si es todo igual a todo y nada vale nada y la imaginación es una melodía atrofiada. Shh, me diré, shhh.
Entonces, ya entrada la noche, me voy a acordar de la libreta de notas, donde hay ideas para cuentos, y de la otra libreta de notas, donde hay ideas para los artículos en el diario, y de la otra libreta, donde hay citas de libros que dejé olvidadas para un momento como este. “Quiero escribir sobre oficios”, leeré en una de las libretas, y me daré cuenta que es cierto, que quiero hacer eso otra vez. Porque acaba de morir Denis Johnson, que escribió un libro sobre un leñador, un libro que empieza con un linchamiento y termina con un acto de magia, como si se acabara una época (¿pero cuál?). Porque “Stoner” es uno de los mejores libros que leí en los últimos tiempos, porque el año pasado escribí sobre taxistas y porque quiero hacer lo mismo con enfermerxs y con agentes inmobiliarios: ¿cómo viven esa parte de su vida que es en buena medida su trabajo? Porque pronto estrenan “Zama”, una película de una de las mejores directoras de cine argentino, basada en un libro desolador sobre la obligación de ser alguien, de cumplir con un rol, de vivir imaginando que del otro lado del mar hay una vida mejor, y que tiene párrafos como este: “El sol era un perro de lengua caliente y seca que me lamía, me lamía, hasta despertarme”.
Recordaré, ahora sí, mientras escribo, que estuve leyendo “El oficio de vivir”, de Pavese, y que los periódicos últimamente están repletos de textos en tiempo futuro (como si Nostradamus hubiese sido periodista) y que para comenzar mi cumpleaños vi un episodio de Seinfeld, justo ese capítulo que cuenta la historia al revés. Se hará tarde, tendré sueño, estaré estancado: miraré por tercera vez fragmentos de “Paterson”, una película sobre un chofer de colectivos que escribe poemas y que vive su vida en las sombras, humildemente, escribiendo sin cesar y a pesar de todo: me repetiré que lo mejor de la película es ese estado de contemplación y tranquilidad (oficiosa) en la que te pone. Listo, me diré, pensando en el chofer del colectivo de la mañana que, ahora sí, reaparecerá, con su gesto de sorpresa cuando un chico se le acerca y le dice que todos tenemos tres personas idénticas, desperdigadas por el mundo. Y mientras escribo voy a recibir un mensaje de un amigo que tiene un amigo que lee lo que escribo en el diario y que le pregunta por qué siempre separo los párrafos: qué, no puede escribir sin separar, me imaginaré que me dice. Voy a salir a fumar un cigarrillo a la vereda, voy a volver a casa. El ascensor estará roto, la gente subirá por las escaleras, indignada y, en ese momento, aparecerá un tipo de gabardina con la marca del ascensor, un teléfono enorme y las uñas pintadas: subirá por las escaleras sin decir palabra y bajará a los cinco minutos, con el ascensor en perfecto estado.
El ascensor es como el estilo, me diré, es como el pulso, estaba estancado, ya no.
Va a quedar todo quieto en la noche. Se hará de madrugada. Estaré escribiendo, shhh, estaré corrigiendo, y finalmente estaré pensando, shhh, qué titulo le pongo a este texto, si se ha terminado, o no.



(imagen de un cuento ilustrado por el gran JP Bellini que, como yo, fue o es carlospacense)